Pablo Iglesias aún parecía alguien con pelo ruso, abrigo ruso y bulbos ideológicos rusos, como sus cúpulas, cuando definió el escrache. Se habían reunido frente a la embajada americana, así que yo creo que Iglesias iba de verdad de ruso de la guerra fría, ruso de submarino solitario o de puesto fronterizo o de aquel vídeo de Elton JohnNikita. Tenía ya sin embargo querencias caribeñas y por eso se fue volviendo de verdad caribeño, hasta llegar a la piscina de agua de coco de Galapagar.

Dijo aquel día Iglesias, con un vaho de vigía o de granjero ruso, que “Chávez había sido un escrache permanente contra los poderosos” y “que los escraches no son más que el jarabe democrático que aplican los de abajo a los de arriba, la democracia cuando se hace digna de los de abajo”. Y remataba: “Y eso es lo que estamos haciendo ahora, escrachar a esta gentuza”. No sólo estaba definiendo el escrache como técnica, sino su direccionalidad y su inspiración. De eso se trata.

Siempre hubo motines, silbas, manteos, protestas. En el Antiguo Egipto sufrieron huelgas y el mismo Julio César rechazó la corona real ante los abucheos de la gente. Luego, la movilización callejera fue la fuerza de las revoluciones y las marchas terminaron en manifestaciones al añadir, claro, un manifiesto. Es decir, que el puro meneo de gente no era nada sin una guía ideológica. Esto fue lo que intentó renovar Iglesias, que no inventó el escrache pero lo intelectualizó. Incluso ahora, al repudiarlo, lo sigue intelectualizando, porque en realidad no niega el procedimiento, sino su legitimidad, como bien nos aclaran los tuits derrapantes de Echenique.

Aquí hacíamos manifas con escenario roquero y fantoche de pancarta, pero en Argentina iban detrás de los genocidas impunes. Allí nació el término “escrache”. Tras el 15-M se pretendía que ni la política, ni las plazas, ni la juventud, ni las clases, ni el cabreo pudieran ser los mismos de antes, así que importamos el escrache, que en principio se aplicó contra los desahucios en una nueva versión de la caza del lobo.

Nadie tiene simpatía por el lobo que se come a la inocente oveja ni por el banco que echa a una inocente anciana o a un inocente parado de su casa también un poco ovejera de gatos o niños. Gustó mucho en la izquierda esa revancha pura del pueblo puro contra un malvado también puro, ese escrache que se saltaba la justicia por burguesa y la democracia por corrupta y nos devolvía a las tricoteuses de portería y adoquín. 

Iglesias no inventó el escrache como no inventó el puño en alto, ese puño obrero y agresivo, como si estuviera siempre lleno de abejas. Pero Iglesias hizo algo más decisivo. Con esa definición del “jarabe democrático” exponía el sentido unidireccional, radical y apostólico del escrache. El escrache no era, pues, un simple tumulto o una manifestacioncilla más de anarquistas con abrebotellas, parias de supermercado o amigos de Cousteau, que de eso ya había habido mucho. Tampoco era sólo la protesta directa y personalizada de los de abajo contra los de arriba.

Era, además, el único acto democrático posible en un régimen en el que la democracia “verdadera” no existía porque había sido arrebatada al pueblo por los poderosos. Y no sólo esto: su definición empezaba con la invocación a Chávez porque esta verdad fundamental y fundante, o sea que no hay democracia real, tenía que ser revelada, guiada y combatida por un líder carismático (aquí, Iglesias) y sólo con su triunfo se producía también el del pueblo. Este tipo de supuestas democracias del pueblo puro, ya saben, siempre terminan en un líder aún más puro, tanto que ya no necesita nunca más del pueblo.

Iglesias pasó de ruso a caribeño, de la asamblea al cesarismo, de los tablaíllos a la vicepresidencia y del anafe al casoplón

El Pablo Iglesias que ahora dice que el escrache es una acción “negativa” que contribuye a la “crispación social” es el mismo que con aires cosacos hablaba del “jarabe democrático”. Lo que ocurre es que, técnicamente, lo de Ábalos no es un escrache. O sea, no es una protesta de los de abajo contra los de arriba, sino al revés. Tampoco es un reventón democrático de la gente, porque ahora sí hay democracia. Y, por último, se hace contra su Gobierno, o sea contra él, el líder inspirador de la verdadera justicia, lo que sería una contradicción lógica.

Iglesias no es cínico, sino sólidamente racional. A Cifuentes, Cayetana, Rivera o Savater les caían los escraches versículo por versículo, como un mandamiento levítico. Pero esto de ahora, siendo lo mismo, no es escrache, sino acoso. Igual que si salen los pijos en moto de agua por Madrid no es una protesta, sino la ultraderecha intentando derribar al Gobierno.

Iglesias pasó de ruso a caribeño, de la asamblea al cesarismo, de los tablaíllos a la vicepresidencia y del anafe al casoplón. Pero eso no quiere decir que no sea coherente. Igual que el escrache sólo se puede definir desde un lado, lo mismo le ocurre con la democracia, con la justicia, con el dinero, con la libertad de expresión, con la violencia o con lo que le convenga. Y ese lado no es siquiera el del pueblo terrero, ni el del pobre gacho, ni el de la refulgente república de damas con antorcha. Ese lado, mudable pero fijo, es él. Iglesias no se puede escrachar a sí mismo como no se puede joder él mismo.