El virus fue lo peor que le podía pasar a Sánchez, hasta que lo convirtió en lo mejor. Tras 100 días de estado de alarma, hay héroes entre los impotentes, gloria para los necios y paz para los masacrados. 100 días bajo una manta mientras el bicho se comía a placer nuestros lóbulos y nuestras calles. Muertos incontables (literalmente), millones en trabajos y en riqueza consumidos en un silencio de plegarias y pavesas, y Sánchez aún va a terminar sobrevolando triunfalmente la ruina y los cadáveres como si fuera un águila de escudo nacional sobre oleaje de gallardetes y yelmos de panteón.

Los aprietos de Sánchez habían traído un Gobierno de izquierda de tablaíllo, con guillotina de fanático y rimas de cantautor, pensado para ir tirando de popurrí mientras seguía funcionando el presupuesto de Montoro, inmortal como por un copón de la sangre de Drácula. Lo peor que le podía pasar a Sánchez, pues, era encarar un enemigo contra el que no tenía herramientas ideológicas, ante el que no cabían esos trucos de sofista con tonsura progre o de azafata de perfumes de muestra que usa Iván Redondo, sino sólo acción, gestión. De ahí su desconcierto inicial, que no venía de no saber cómo parar al virus, si no de no saber cómo incorporarlo a su discurso de tabernero de sota, caballo, rey y derechona. Para los demás, la historia del estado de alarma es la historia del miedo impotente, de un país entero y adulto atrapado en inconcebibles terrores nocturnos. Para Sánchez, es sólo la historia de cómo fue reduciendo el virus al marketing, igual que antes había reducido a lo mismo la política y la gobernanza.

La lucha contra la pandemia se reducía al estado de alarma, el estado de alarma se reducía al confinamiento y el confinamiento se reducía a la espera

El estado de alarma ha tenido dos claves principales. La primera, que su tempo y su intención han sido siempre políticos, no científicos. Y no porque uno lo suponga, ni porque la izquierda haya terminado adoptando al siniestro Simón de mascota, como a un chihuahua. No. Es porque toda su cronología de medidas y decisiones ha estado marcada por dos principios tan puramente anticientíficos como puramente políticos: la negación y la contradicción. Desde el 8-M a la necesidad de mascarillas o de test, o al número de infectados o muertos, malcontados como chinchetas que se pierden. La segunda clave es que el estado de alarma ha consistido en una superposición de incapacidades, simplificaciones y reducciones que, en la práctica, se quedan en no hacer nada: la lucha contra la pandemia se reducía al estado de alarma, el estado de alarma se reducía al confinamiento y el confinamiento se reducía a la espera.

Nos quedamos un día encerrados en el silencio tembloroso de nuestros corazones o nuestras neveras, de las calles con fantasmas de lámparas de gas, de gotas golpeando las venas y fuelles golpeando los pulmones como tambores de galera. Vivimos pánicos desconocidos de papel higiénico o jabones, de manos enramadas como las de los monstruos, de bocas como nidos de araña, de gente hecha de arenas movedizas. Mientras Sánchez nos decía que nos guiaba la Ciencia como una señora con teta fuera de Delacroix, en realidad nos enfrentábamos al virus agitando endebles amuletos. Los médicos entraban en las UCI vestidos de bruja Avería, con basura de plásticos, esparadrapos y alambres. Respirar en la calle era como respirar llamas, pero aún nos decían que las mascarillas eran inútiles. No había ni sitio donde morirse y la gente se moría verticalmente, como crucificados de pasillo, ascendiendo directamente hasta las chimeneas de la nada, sin una despedida. Los sanitarios caían como obreros de Chernóbil y los padres caían como padres de la guerra. Estábamos ciegos sin esos test que primero tardaban en encontrar, que luego no servían por aguados y al final no sirven por superfluos. Tiritando tras las mirillas y tras las mascarillas de tela de delantal viejo, así era la lucha científica contra el virus.

Cada día salía Simón diciéndonos lo de la curva, como si nos enseñara a hacer la raya del pantalón

Faltando de todo y a la vez se diría que sin necesidad de nada, había que aplanar la curva, eso sí. Cada día salía Simón diciéndonos lo de la curva, como si nos enseñara a hacer la raya del pantalón. Y en eso se quedaba su trabajo, en mirar la curva como un maquinista de tren y en mirar al virus como un ornitólogo, porque poco más se podía hacer, porque la enfermedad era cambiante y Simón tenía cada día el pelo esculpido para un lado o para otro, según el viento de mármol de lápida que traía el virus. Esperábamos que la curva se aplanara, esperábamos que el virus pasara como un arbusto del Oeste, esperábamos que no nos pillara como una moto en la calle. Esperábamos mientras nos entretenían graciosos de YouTube, con chistes de sus pelusas de ombligo o de sofá, y mimos de balcón que a mí me parecían comprados, contratados como cuentacuentos con peto o payasos con globo, con un infantilismo que sólo podía ser postizo, como unas trenzas de Pipi Calzaslargas.

Esperábamos la cola, o esperábamos el termómetro, o esperábamos la hora de los aplausos como la del Ángelus. Y entre tanta espera, había tiempo para que Sánchez saliera mucho como un predicador con biblia de patriotismo y dedo fulminador contra el pecador y el incrédulo. Había que aprobar más y más prórrogas del estado de alarma para seguir esperando, y lo que nos hacía falta no era material, ni médicos sin remiendos, ni aire sin veneno, ni herramientas epidemiológicas más allá de apuntar los muertos y los supervivientes como con tiza, que Simón parecía un camarero manchado de tiza desde la oreja al mandilillo, el que te apunta mal las tapas entre chistes. No, lo que nos hacía falta era lealtad y evitar la crispación, y que la Guardia Civil controlara los memes contra el Gobierno y las investigaciones antidemocráticas de los jueces.

Cuando llegó la “desescalada”, el virus ya era puro marketing como el hula hoop

Sánchez ya había reducido el virus al marketing. Los culpables volvían a ser los de siempre, que sólo pretendían “sacar rédito político” de la tragedia, y lo que avivaba la enfermedad era la deslealtad a su persona o los fachillas con cacerola de tambor o de casco, no lo de tener a los médicos en taparrabos ni una epidemiología de persignarse. La “crispación” en un Congreso como una ruina romana, entre huecos de patricios y estatuas sin un brazo, la oposición preguntando por qué ganábamos a todos en muertos o en vértigos de ruina, ése era el enemigo, mientras el aplauso adolescente, como a los Hombres G, la velita laica y el patriotismo que suena a pierna de lata, eso era lo que nos iba a salvar.

Cuando llegó la “desescalada”, el virus ya era puro marketing como el hula hoop. La invención de las fases como concurso nacional y de la “nueva normalidad” son la cumbre de esa curva que empezó en el desconcierto y volvía a terminar en un cómodo manejo del cinismo. Mientras el estado de alarma proporcionaba una contundente calderería de la nada, el BOE se engordaba al dictado, la actividad del Congreso se quedaba en pasar lista, se ocupaban las instituciones y el adversario político era rebajado a aliado de la peste. Al otro lado del apocalipsis, Sánchez salvaba incontables vidas, aún más incontables que los muertos, sólo dando la vuelta a los relojes de arena de la propia muerte.

Han sido 100 días de heroísmo. El héroe se encontró con el fin del mundo y lo ha convertido en un anuncio como de autocaravana, lleno de nuevos horizontes y oportunidades que llegan hasta un sol españolísimo de sandía del verano. El héroe ha completado su tarea, además, sin más que mirar al virus y a la oposición como a moscas que morirán ahogadas en ese sol y en esa sandía. Apenas costó 100 días conseguir la gloria de los impotentes y la apacibilidad de los sacrificados.

El virus fue lo peor que le podía pasar a Sánchez, hasta que lo convirtió en lo mejor. Tras 100 días de estado de alarma, hay héroes entre los impotentes, gloria para los necios y paz para los masacrados. 100 días bajo una manta mientras el bicho se comía a placer nuestros lóbulos y nuestras calles. Muertos incontables (literalmente), millones en trabajos y en riqueza consumidos en un silencio de plegarias y pavesas, y Sánchez aún va a terminar sobrevolando triunfalmente la ruina y los cadáveres como si fuera un águila de escudo nacional sobre oleaje de gallardetes y yelmos de panteón.

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