La nueva ley de memoria democrática viene con lápidas en los brazos, como leyes de Moisés, y una pesantez arcillosa de desamortizaciones históricas, yelmos desenterrados y restauraciones escultóricas. Esta ley debería ser reparadora y pedagógica, pero es sobre todo irónica. No es que no nos venga bien una norma sobre memoria democrática, pero es que tenemos un vicepresidente que no cree en la ley, un presidente de memoria nula o reversible, y un paisanaje, entre los de la voluntad de la calle, los de los derechos de los territorios y los de las repúblicas de la raza, del muerto, del cafetín o de la chapita, que no tiene ni idea de qué es la democracia. Sólo hay que preguntarse cómo sería una ley de memoria democrática en el País Vasco. O en Cataluña. Seguramente, este Gobierno reparador y justiciero no podría aprobar los presupuestos, no podría defender las intervenciones de su presidente, no existiría siquiera si aplicara esa voluntad inequívoca y recta de respeto a los derechos humanos y a la dignidad de las víctimas y contra el enaltecimiento de los totalitarismos.
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