Dicen los guasones que es la segunda vez que Pfizer salva al mundo. La primera fue con la Viagra, claro, que acabó con esa tristeza de parchís en la cama de tanto caballero descabalgado y tanta dama mustia. La Viagra no sólo era una inyección sexual, sino social y hasta económica, porque devolvía a la vida a gente que ya sólo tenía ánimos para el vinazo o el croché. Volvían a salir amantes y negocios, se reflotaban empresas y hoteles, y florecían la pedrería y la economía alrededor del nardo masculino, todos ya como de sultán. Con esta vacuna contra el coronavirus, es verdad que el mundo parece otra vez viagramado. La cosa es que no haya gatillazo.

En los gobiernos, en las bolsas, en los platós, en las residencias, se diría que todos sueñan ahora con erecciones tremendas y azules de dios elefante indio o extraterrestre, erecciones que pongan al alcance igual azafatas, señoras de Benidorm, camareros o hamaqueros. O sea, la vida que ya creíamos, con el corazón encogido como la picha metida para dentro, que no recuperaríamos en mucho tiempo. Uno no sabe si este calentón por la nueva vacuna de Pfizer es científico o es emocional. Quizá simplemente necesitamos esperanza después de enterrar a tantos muertos y enterrarnos a nosotros en vida, en la talega de la compra, como se entierra al loro de la casa.

Será el calentón científico, como el de la Viagra, o será el calentón emocional, por la hartura... La bolsa sube, pero ahí hay tanto algoritmo como pasión, y no sabemos qué prima. Los políticos andan ya vendiéndonos la inyección, pero eso es lo que hacen siempre, incluso cuando no hay inyección. Hasta Echenique ha salido felicitándose por la noticia, recalcando que no nos olvidemos de lo público cuando venzamos al virus. Pero ha sido un triunfo del capitalismo, y concretamente de esa industria que, según la izquierda, maneja los propios calderos de Satán, negociando la vida y la muerte. Para colmo, Pfizer ha rechazado expresamente las subvenciones, sabiendo que la ristra de burócratas lentos e ideologizantes les retrasaría más que les ayudaría. Sí, la bolsa se calienta por caos y los políticos se calientan por condición, pero eso no nos despeja la duda.

Con esta vacuna contra el coronavirus, es verdad que el mundo parece otra vez viagramado. La cosa es que no haya gatillazo

Habrá que creer en el calentón de la ciencia, en esos hombres que parecen vivir en frigoríficos igual para que se nos bajen las inflamaciones que para que se nos ponga el churro como una locomotora antigua. Pero es que nos hemos acostumbrado a que la ciencia sea la de los tertulianos, que cambia como la meteorología o la ideología de cada cadena. O nos hemos acostumbrado a que sea lo de Simón, ese temblor como de zahorí, de señor con zamarra de borreguito y un palitroque que va y viene del bolsillo a la nube y de la nube a la nariz, más supersticioso que científico, temblando como sus números, como sus fundamentos, como sus explicaciones, como sus muertos, sin más certeza que la presencia de su duda y de su nevisca de pelusa y excusas, sin más prueba de su ciencia que su tos. O sea, que es difícil creer en la ciencia porque no sabemos en realidad quién representa a la ciencia, aunque desde luego podemos estar seguro de que Simón e Illa, no.

Yo creo que estamos en una pitopausia del alma y que venga Pfizer nos anima por reflejo condicionado. La vacuna de Oxford aún nos parecía lejana como una de sus regatas, que vienen todas del siglo XIX. La de Moderna, con su nombre de club de Malasaña, nos suena más a gafas de Martirio que a remedio para esta terrible peste. Sí, sus avances y sus posibilidades nos llegaban en las noticias, pero nuestro cuerpo no reaccionaba. Sin embargo, Pfizer es otra cosa. Pfizer es el conjuro, Pfizer es la palabra que se le dice al farmacéutico como al cura, Pfizer es la pastillita azul que vuelve azul el raso y los pubis, todos como punkis, hasta el de tu santa; Pfizer es el pequeño botoncito en relieve que activa toda la sangre como un pezón tatuado.

¿Qué sabemos nosotros de lo que puede significar esa eficacia del 90%? Pero sí sabemos que con Pfizer el body se nos pone marchoso y el nardo exuberante y pródigo como una palmera datilera. Decir body y marchoso ya nos sitúa dentro de la población de riesgo, en territorio Cocoon, que es cuando la ciencia y el milagro empiezan a no distinguirse, y cuando cada alegría parece una segunda vida, esa que daba la Viagra y ahora esperamos de esta vacuna, siquiera por hermanamiento. Deberíamos moderar nuestro entusiasmo, porque el final de la pesadilla aún tardará y todavía podría llegar el gatillazo para convertir otra vez las sábanas en manteles o en mármol. Pero en esta euforia, pastillera o espiritual, lo que se nota es que tenemos ganas de vida, de gente, de darle alegría al cuerpo triste de Mercadona que se nos está quedando. Sabíamos que al virus se le vencería, pero vencerlo además así, con un golpe de bálano de la ciencia, nos deja sonrisa satisfecha de satirón. Ya veremos lo que pasa, pero de momento el mundo parece erecto y feliz como un vejete verde con Viagra. La viva imagen de la felicidad, dure luego lo que dure.

Dicen los guasones que es la segunda vez que Pfizer salva al mundo. La primera fue con la Viagra, claro, que acabó con esa tristeza de parchís en la cama de tanto caballero descabalgado y tanta dama mustia. La Viagra no sólo era una inyección sexual, sino social y hasta económica, porque devolvía a la vida a gente que ya sólo tenía ánimos para el vinazo o el croché. Volvían a salir amantes y negocios, se reflotaban empresas y hoteles, y florecían la pedrería y la economía alrededor del nardo masculino, todos ya como de sultán. Con esta vacuna contra el coronavirus, es verdad que el mundo parece otra vez viagramado. La cosa es que no haya gatillazo.

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