
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez; el ministro de Sanidad, Salvador Illa; y el director de Emergencias Sanitarias, Fernando Simón.
El primer infectado detectado aquí fue un señor guiri, de los que se infectan con el sol, con las gambas, con la ensaladilla de abrevadero de los chiringuitos, o sea que parecía hasta normal verlo en el balcón del hotel con un postillón de luz colorada en la cara y un malestar moderado, como si sólo tuviera su resaca extranjera y merecida de sangría o de licor de lagarto. Únicamente la mascarilla que llevaba, aquella cosa que sólo veíamos en los quirófanos y en las películas, nos aportaba un repelús desconocido. Ha hecho un año de aquello, de aquel señor casi zoológico y de aquel virus que parecía piscinero como un hongo de los pies. Ahora, el simple desenfado en esta descripción nos duele. Ha cambiado todo. O casi todo. En realidad, los políticos y los responsables siguen haciendo lo mismo: negar y aplazar. Y los más incompetentes incluso son aprovechados como triunfitos pandémicos para la politiquilla regional o para esa iconografía pop que en España no ha mejorado desde Naranjito.