El presidente del Gobierno ha tardado tres días en decir una obviedad: "Una democracia plena no admite la violencia". Sin embargo, sus palabras contienen una advertencia, un ¡hasta aquí hemos llegado!, a su socio de coalición y, en particular, a Pablo Iglesias.

Ayer hablaron Pedro Sánchez; Grande Marlaska en el Congreso de los Diputados, y Margarita Robles en una entrevista en La Sexta, los tres con la misma intención: desautorizar a Podemos. No es casual. La política de comunicación se dirige directamente desde Moncloa y el silencio del presidente había provocado inquietud y mensajes tan confusos como el lanzado el jueves por la ministra Portavoz, María Jesús Montero, que vino casi a justificar el impresentable tuit de Pablo Echenique aplaudiendo a los violentos, a los que calificó de "antifascistas".

La paciencia de Sánchez tiene un límite: que las trifulcas con Podemos terminen afectando a sus expectativas electorales.

El presidente ha comprobado en las elecciones de Cataluña que un nítido distanciamiento respecto a Podemos le sienta de maravilla al PSC y, por extensión, al PSOE. Aunque Sánchez se resistió a hacer patente su enfado por la negativa de Podemos a condenar los actos vandálicos de Cataluña, Madrid y Valencia, era más que evidente que su silencio le daba alas a Iglesias y le colocaba a él ante la opinión pública como un líder pusilánime o temeroso a desautorizar abiertamente a su vicepresidente.

La declaración de Sánchez, que desmiente a Iglesias sobre la plenitud de la democracia española y le deja en evidencia por no condenar el terrorismo callejero, se produce en el contexto de cierre de la negociación con el PP para renovar instituciones como el CGPJ, el Tribunal Constitucional, RTVE o el Defensor del Pueblo. Tampoco es casual.

El pacto con el PP para renovar instituciones como el CGPJ o RTVE evidencian que Sánchez no cuenta con Podemos para los asuntos de Estado

El acuerdo, como adelantó ayer El Independiente, se cerrará la semana próxima y supone no sólo dejar fuera de la negociación a Podemos, sino ignorar sus exigencias de ganar cuotas de poder en el órgano de gobierno de los jueces. Especialmente duro para Iglesias será el pacto en RTVE, donde ahora los suyos son los que marcan la línea informativa, para detrimento de la objetividad y de la audiencia.

Las posibilidades que tiene Iglesias de torpedear el acuerdo son prácticamente nulas. El presidente, según fuentes solventes, "quiere hacer patente que en los asuntos de Estado pretende orillar a Podemos", aunque ello implique darle a Pablo Casado un balón de oxígeno, con un reparto de puestos que sitúa al PP como gran partido de la oposición, justo después de su peor resultado en las elecciones catalanas.

¿Significa este enfrentamiento abierto -que se suma a una larga lista de desencuentros, pero que marca un antes y un después en la relación de los socios de la coalición- que hay peligro de ruptura del gobierno? No. Al menos a corto y medio plazo. Pero es un aviso a navegantes.

Si Iglesias se empeña en ser la mosca cojonera del Ejecutivo, si insiste en su papel de jefe de las revueltas, cosa que, por otra parte, va en su naturaleza, llegará un momento en el que la cuerda se romperá.

La lectura reposada del equipo de Iván Redondo de los resultados en Cataluña es muy mala para la sociedad PSOE/UP. La victoria de Illa ha puesto de relieve que el votante socialista no tiene nada que ver con la base electoral de los Comunes o los Podemitas, estos sí más proclives a pactar con independentistas o antisistema como la CUP.

Posiblemente, dicen las fuentes, el adelanto electoral de 2019, con el que Sánchez quiso situar al PSOE en el listón de los 150 escaños sobre la base de denigrar a Podemos (eran los tiempos del "yo no podría dormir por las noches") llegó demasiado pronto. El PSOE no tuvo tiempo suficiente para gobernar y marcar una agenda propia. Pero Cataluña ha demostrado que un perfil propio, más asentado en el diálogo y en posiciones de izquierda no extremas, tiene más posibilidades de éxito que el batiburrillo que supone la perpetuación de la mayoría Frankenstein.

Iglesias, que no tiene un pelo de tonto, y sabe que no se puede fiar de Sánchez necesita por su parte mostrar que Podemos no es lo mismo que el PSOE. Por mucho que el vicepresidente haya querido apuntarse todos los tantos de las llamadas conquistas sociales del Gobierno, al final es Sánchez quien acaba capitalizándolos. Por eso no puede permitirse el lujo de confundirse con el paisaje y necesita mantener constantemente la tensión en el seno de la coalición. Lo que no está tan claro en la familia podemita es si les conviene seguir tensando la cuerda hasta el punto de hacer insostenible la coalición de gobierno. También los resultados de Cataluña -más atribuibles a Colau que al propio Iglesias- implican una lección de cara al futuro. Podemos puede que no se hunda, pero tampoco remonta y queda relegado, a nivel nacional, a una cuarta plaza cada vez más irrelevante. Con esa correlación de fuerzas, es dudoso que el vicepresidente decida apretar el botón que dinamite el Gobierno. Pero el tiempo, para su desgracia, corre en contra de sus intereses.

El presidente del Gobierno ha tardado tres días en decir una obviedad: "Una democracia plena no admite la violencia". Sin embargo, sus palabras contienen una advertencia, un ¡hasta aquí hemos llegado!, a su socio de coalición y, en particular, a Pablo Iglesias.

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