Sánchez se apareció entre resurrecto y pasado por la pelu (sus canas van y vienen del color abuela al color mueble bar de abuela) para declarar que ha vencido al virus, otra vez. Sánchez ha hecho de la pandemia un acontecimiento circular, pascual, casi astronómico, entre el solsticio, la estrella de Belén, las mareas de Santiago y las lunas sangrientas. El virus se vence al menos un par de veces al año y se le hacen hogueras de sillas viejas en las plazas y de titulares pasados en la Moncloa. Sánchez suele vencer al virus antes de las vacaciones o antes de unas elecciones, momentos en los que el sumo sacerdote con casulla skinny proclama “la derrota”, “el control”, “el principio del fin” y cosas así, con mímica de limpiador de auras o de casas encantadas. La derrota del virus siempre es épica pero momentánea, como cuando se lucha contra el Diablo. La lucha, por supuesto, no termina nunca, y ahí está el negocio.

Las vacunas nos las han vendido todavía en la pipeta, y aguardando en Europa como en una gran nave nodriza y centrifugadora, y ya en sus cartones de tabaco con la vitola entrecaribeña o entrepirata del Gobierno, y en la primera anciana punzada casi mitológicamente como una alegoría con rueca, y en las remesas que llegaban en batiscafo, y en las que llegarían más tarde, pintadas en un calendario como de Adviento, un calendario de caja de polvorones. Aquí estamos sin vacunar pero ya habíamos sido salvados por el espíritu de la vacunación, que es lo que Sánchez anuncia más que otra cosa, el descenso espiritual de las vacunas, granulado y falso como una nieve de Judea. Lo de menos es su cantidad y su velocidad, porque Sánchez nos ha traído las vacunas como posibilidad, la posibilidad fundante de toda una Era, como si hubiera traído la electricidad aun sin haber bombillas para todos.

No se ha cumplido ningún plazo, ningún número, ninguna de esas metas volantes con pancarta y muñeco inflable que se habían puesto con los porcentajes o con las edades, pero por eso mismo Sánchez puede seguir prometiéndolos, como si fuera el Reino de los Cielos. Y eso que cuando no depende de Europa depende de las farmacéuticas o de las autonomías, con lo que Sánchez sería en todo caso un pregonero, un heraldo trompetero. Eso, si acertara. Como no acierta en nada, en realidad parece más un pitoniso de la TDT, de los de sien penetrante y cortina estampada de planetoides y medias lunas. O un apostador al que sólo le queda su soplo de guapo en los dados mientras vuelve a salir el pito doble o los ojos de serpiente, que dicen los americanos.

Sánchez ha hecho de la pandemia un acontecimiento circular, pascual, casi astronómico, entre el solsticio, la estrella de Belén, las mareas de Santiago y las lunas sangrientas

Sánchez promete para septiembre las vacunas que prometió para junio o promete en 2021 el verano que ya prometió en 2020. Promete o vaticina también que no habrá más estado de alarma después de éste que llega hasta el mayo florido, ni más toque de queda ni más cierres perimetrales, que eran ya el lío y el juego nacional, como el cinquillo. Pero no dice qué medidas los sustituirán ni qué se hará contra el bicho más allá de estos anuncios suyos sobre nubes gubernamentales de metacrilato. Uno lo que ve es que Sánchez no tiene control sobre nada de esto porque sigue sin haber plan, sólo la celebración periódica del entierro del virus como del entierro de la sardina. Sánchez aparece, promete y triunfa sin nada, sólo él mismo, anunciador y anuncio a la vez, medio y fin, alfa y omega. Pero no hay plan.

No hay plan, las vacunas nos tienen que llover, tienen que caernos del cielo y aquí sólo las esperamos como si fuéramos labriegos secos y tiesos. Las vacunas tienen que venir de Europa como el dinero, como la iniciativa, como la inteligencia, como todo, porque aquí el Gobierno sólo pone pegatinas y estira la mano con la escudilla vacía y los ojos tristes. Y si a Ayuso se le ocurre ir pensando en recurrir a la vacuna rusa, que es como recurrir a Satán, todavía Sánchez se atreve a decir que la “unidad” es lo que ha llevado al éxito del plan europeo. ¿Pero qué éxito? Supongo que Sánchez se refiere a ese éxito suyo de salir a anunciar lo impredecible, lo imposible o lo ya fallido y que el país entero no se ría de él como de Sandro Rey adivinando a través de su jaquequita.

Sánchez se apareció para anunciar que ha vencido al virus otra vez, que vendrán vacunas futuras como ángeles astronautas de secta, y que además ha bajado el paro, cosa que parece tan azarosa en esta ruina global como las fluctuaciones de un virus contra el que Sánchez no tiene más plan que la espera, la mano abierta y los ojos de cachorrito. Después de estos anuncios, Sánchez ya tiene el trabajo hecho por lo menos para un par de olas más. Olas que Simón, que ya dice sólo “olitas”, verá pasar según se mece su patito de goma, y Sánchez, como las otras, según se mece su colchón de agua. Así, hasta la siguiente derrota gloriosa y perezosa del bicho.

Sánchez se apareció entre resurrecto y pasado por la pelu (sus canas van y vienen del color abuela al color mueble bar de abuela) para declarar que ha vencido al virus, otra vez. Sánchez ha hecho de la pandemia un acontecimiento circular, pascual, casi astronómico, entre el solsticio, la estrella de Belén, las mareas de Santiago y las lunas sangrientas. El virus se vence al menos un par de veces al año y se le hacen hogueras de sillas viejas en las plazas y de titulares pasados en la Moncloa. Sánchez suele vencer al virus antes de las vacaciones o antes de unas elecciones, momentos en los que el sumo sacerdote con casulla skinny proclama “la derrota”, “el control”, “el principio del fin” y cosas así, con mímica de limpiador de auras o de casas encantadas. La derrota del virus siempre es épica pero momentánea, como cuando se lucha contra el Diablo. La lucha, por supuesto, no termina nunca, y ahí está el negocio.

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