Le han dedicado cervezas, viandas y canciones, como a una valquiria; se ha puesto el chándal, la peineta o el luto para llegar adonde hacía falta llegar; y la han aplaudido en las terrazas de Tabernia, con las sombrillas y las mascarillas rizadas de viento y espuma, como velas de navío. Todo mientras le hacían vudú y le ataban nudos las viejas de la izquierda, que parecen todos ellos viejas de horquilla y entierro. Pero al final, Isabel Díaz Ayuso, a veces frágil novia de Chaplin y a veces estricta gobernanta, se los ha comido a todos: a la izquierda de hatillo y sepultura y al sanchismo con tipito de tango; al centro sin suerte y a la derechona del trabuco y el cilicio. Ayuso no era una tonta, ni una muñequita de recortable, ni esa mezcla extravagante de monja y bruja de las películas de terror de videoclub. Ayuso, simplemente, ha conectado igual con el que iba a la ideología, o a la matraca cultural o contracultural, que con el que iba a las papas.
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