Finalmente, los peores y más terribles augurios se han hecho, tristemente, realidad. La ocupación militar de Afganistán, que comenzó hace casi dos décadas como consecuencia del atentado más pavoroso que recuerden los siglos, y que transformó el mundo para siempre -desde aquel maldito 11 de septiembre de 2001-, ha concluido con otro atentado. Uno de menor cuantía en cuanto al número de víctimas, 60 muertos y más de 150 heridos, pero igualmente deleznable. Se cierra así el dramático círculo que confirma la historia de un fracaso real, vergonzoso y sin paliativos: el del autodenominado mundo libre, incapaz de luchar con éxito contra una barbarie y un fanatismo global que pretenden devolver a millones de personas a las cavernas.

Llevábamos ya demasiados días conteniendo el aliento, asistiendo a un caos sangriento y descontrolado, a través de vídeos e imágenes viralizadas sin cesar, en torno al aeropuerto de Kabul y sus alrededores. Rezábamos, o hacíamos votos, porque finalmente fuera posible que las potencias occidentales fueran capaces de evacuar sanos y salvos al mayor número de personas, entre personal diplomático y colaboradores afganos y sus familias antes de esa fecha maldita del 31 de agosto, dada como ultimátum por los talibanes. Al final, no ha sido posible, o al menos no enteramente.

En las últimas horas, los servicios de inteligencia británicos, australianos y estadounidenses habían encendido todas las luces rojas ante un más que probable atentado del ISIS, al que no debe confundirse, por cierto, con los nuevos amos y señores del país. Varias bombas, estratégicamente colocadas para causar el mayor daño posible iban detonando y segando decenas de vidas ante el horror y la impotencia del mundo civilizado. Inmediatamente, el presidente estadounidense, Joe Biden, se apresuraba a lanzar a los terroristas una firme advertencia, más bien una contundente amenaza, si así lo prefieren: "No vamos a perdonar ni a olvidar. Os cazaremos y os haremos pagar por esto". 13 de los fallecidos eran Marines del Ejército norteamericano.

Huelga decir que la operación evacuación, de facto, ha concluido. Y de la manera más brutal posible. En las escasas jornadas que restan hasta el martes 31 de agosto, los norteamericanos terminarán de evacuar a sus propios efectivos militares que son los que han garantizado que la repatriación de los diplomáticos allí destinados y la evacuación del personal afgano que ha colaborado con las potencias internacionales se haya hecho en las mejores condiciones posibles y en el mayor número (de vidas humanas) posible.

No hay mucho más. Cuando el presente artículo vea la luz ya habrá aterrizado en la base aérea de Torrejón el último de nuestros aviones, con 81 personas a bordo: todo el personal diplomático español que restaba por repatriar además de los policías que han velado por su seguridad y de los últimos colaboradores afganos de los que España ha podido hacerse cargo. En total, nuestro país ha culminado con éxito una misión en la que hemos liderado -como puerta de entrada- la llegada de 2.200 cooperantes, no solo de España sino también portugueses, franceses, alemanes, italianos y de otros países de la UE y de la ONU. Casi 1.400 de ellos están ya tramitando sus solicitudes de asilo. Mal que le pese a la oposición parlamentaria. Así ha sido y así hay que reflejarlo.

El jefe del Ejecutivo español, Pedro Sánchez, se felicitaba en su comparecencia pública de este viernes por ello. Sacaba pecho, sí… claro que lo hacía, y creo que en este caso con toda la razón. Resaltaba Sánchez una idea entre otras: la del "orgullo de país", resaltando el respeto y el reconocimiento internacional y poniendo en valor la eficacia y la profesionalidad de los diplomáticos y de los funcionarios españoles, que se han dejado la piel y han arriesgado sus vidas por salvar las del mayor número de colaboradores afganos posibles.  ¿Se podrían haber hecho aún mejor las cosas? ¡Qué duda cabe! En el pasivo gubernamental quedará para siempre esa primera impresión de haber reaccionado tarde, en plenas vacaciones veraniegas y el haber ofrecido en los primeros compases de esta crisis una cierta sensación, que luego no ha sido real, de improvisación y de imprevisión.

Declaraciones voluntaristas, hechas con la mejor intención como las del ministro Albares el pasado 13 de agosto en las que aseguraba que "nadie iba a quedarse atrás" han tenido que ser, dolorosamente corregidas por la ministra de Defensa, Margarita Robles. En un tablero maldito en el que no controlas todas las variables, es fácil entender que estas cosas ocurran. A cualquier gobierno. El de Sánchez, desgraciadamente, no iba a ser una excepción. La propia Robles, que tiene por costumbre llamar a las cosas por su nombre, ha reconocido también ya públicamente que la retirada de Afganistán, dos décadas después, y su entrega de facto a los talibanes, ha sido "un fracaso sin paliativos de Occidente". El gesto me parece de una honradez y una valentía política sin muchos precedentes.

Por lo demás, la conversación telefónica de veinticinco minutos de esta semana entre Pedro Sánchez y Joe Biden, o el respaldo público de Von der Leyen, que ha llegado a tildar a España de "ejemplo del alma europea" por su acogimiento de refugiados, deberían ser motivos más que sobrados para cerrar algunas demagógicas bocas que solo buscan pescar en el río revuelto de una desgracia global. A más de uno, y no me refiero solo a ciertos políticos de algunos grupos de la oposición sino también a conocidos opinadores, sectarios apologetas de la catástrofe, debería caérsele la cara de vergüenza.

No todo es objeto, o no debe serlo, de la confrontación política y del barro del día a día"

No me ha parecido afortunado, así debo reflejarlo, el tuit de Pablo Casado en el que además de expresar su consternación por los atentados de Kabul, recordaba la labor de miles de soldados españoles, de los que 102 entregaron su vida en acto de servicio (faltaría más), pero lanzaba un dardo al Gobierno al escribir que "se echa en falta la condena contra el terrorismo islámico de los que criticaban la operación militar hace 20 años". Hay ocasiones, y esta era clarísimamente una de ellas, en las que el sentido de Estado y el patriotismo debe primer por encima de cualquier otra consideración. No todo es objeto, o no debe serlo, de la confrontación política y del barro del día a día, y los atentados del jueves eran un clarísimo ejemplo de ello.

Entiendo, claro está, que el presidente Nacional del PP tiene durante estas semanas que lidiar con una tesitura complicada: barones díscolos y algo críticos con su estrategia general de oposición a Sánchez, por su dureza, pero que por otro lado se ve obligado a mantener para marcar perfil propio frente a la Ayusomanía en la que han caído buena parte de sus cuadros y de sus votantes y simpatizantes en general. Algunos dirigentes del PP reconocen en privado que lo de Afganistán ha acabado por salirle bien a Sánchez. Y que la oposición debe centrarse ahora en la economía, en la gestión. Y en que nada ganan si se empecinan en "no soltar el hueso de una crisis en la que España ha tenido el papel que ha tenido". El PP ha pedido ya la comparecencia en sede parlamentaria del presidente del Gobierno, así como la de varios miembros de su gabinete. Veremos qué próximos rounds de confrontación política nos deparan las próximas semanas, pero personalmente espero y deseo que, al menos en un asunto tan terrible como este, se imponga la cordura y la altura de miras. El sufrimiento de millones de afganos, y por supuesto, la opinión pública española, no merecerían menos.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, ha comparecido este viernes tras la reunión del Grupo de Trabajo Interministerial que supervisa […]