No es la primera vez que alerto contra el abuso, al que tan aficionados somos en estos tiempos, de celebrar, de manera hiperbólica, las efemérides ‘redondas’. Nos encanta el continuo recordatorio de ‘hitos’ históricos, de mayor o menor calado, con el mero objeto en realidad, de servir como excusa para, desde nuestra actual perspectiva, seguir tirándonos los trastos a la cabeza, tirios contra troyanos, llegando a hacer nuestros según que logros, con el único fin de anotarlos en la particular y egoísta cuenta de nuestra cosmovisión particular, de grupo o de partido, hasta el punto de que, si quienes fueron sus auténticos protagonistas pudieran volver a la vida, nos ‘correrían a gorrazos’.

Este derecho se alcanzó solo tras encendidos discursos y arduos debates parlamentarios

No es el caso de la efeméride que quiero recrear hoy. Hace ya 90 años, un histórico 1 de octubre de 1931, se consumó uno de los pasos más decisivos para avanzar hacia una auténtica igualdad jurídica entre hombres y mujeres en España. Aquel día, las Cortes republicanas aprobaban el sufragio femenino. Como en muchos otros momentos históricos, en los que también se han registrado avances de calado en la vida social y política de este país, se alcanzó solo tras encendidos discursos y arduos debates parlamentarios. Releyendo estos días el Diario de Sesiones de la Cámara mientras preparaba este artículo, no sé si aquellas intervenciones deben producir en mí un sincero orgullo, al evocar la gigantesca altura de algunas figuras políticas de la época, dos mujeres en este caso, o cierta pena, al comprobar hasta que punto se ha depauperado la vida parlamentaria en España y ha decrecido el nivel de sus protagonistas.

Ciudadanas ‘de segunda’

Lo cierto es que hace apenas un siglo, en España las mujeres no podían aún ejercer el derecho al voto, dándose la absurda paradoja incluso de que podían ser elegidas diputadas, pero no votar. Tal fue el caso de Clara Campoamor y Victoria Kent, que tras las elecciones del 28 de junio de 1931 obtuvieron escaño en un parlamento en el que el resto de sus 470 miembros, con perdón, eran hombres. Aún tuvieron que transcurrir dos años, hasta el 19 de noviembre de 1933, para que las mujeres pudieran acudir a las urnas por primera vez.

En aquella histórica sesión del 1 de octubre de 1931, Clara Campoamor, diputada del Partido Radical, pronunció una de las más encendidas piezas de cuantas se recuerdan en la historia del parlamentarismo español: “No es, pues, desde el punto de vista de la ignorancia desde el que se puede negar a la mujer la obtención de este derecho. Solo es en virtud de un derecho que habéis detentado (los hombres), porque os disteis a vosotros mismos las leyes, pero no porque tengáis un derecho natural para poner al margen a la mujer”.

Era necesario mucho coraje para articular un discurso así en aquella España en la que las mujeres eran ciudadanas de segunda

¡Bravo y mil veces bravo! Tres hurras por aquella ‘visionaria’ que dejó para el mármol unas palabras que, desafortunadamente, hoy siguen conservando, en muchos ámbitos, una vigencia plena. Era necesario mucho coraje para articular un discurso así en aquella España en la que las mujeres eran ciudadanas de segunda y solo podían actuar, hasta en los aspectos más íntimos de su vida, bajo la supervisión y el permiso de su padre, de su marido o de su confesor.

Clara Campoamor tuvo que acabar huyendo, en aquel Madrid convulso tras el alzamiento fascista de julio de 1936, para evitar que los odios cainitas de una España que comenzaba a desangrarse acabaran con su vida.

Algunos sectores de la izquierda más radical quisieron ‘responsabilizar’ a Campoamor de la victoria de CEDA, es decir, de la derecha, en las elecciones de 1933. De ahí habría partido esa ‘leyenda negra’ que quiso fabricarse contra ella y que no solo partía de los facciosos. Se atribuye al socialista Indalecio Prieto una frase según la cual, con (la aprobación) del voto femenino se había dado “una puñalada trapera a la República”.

El miedo de las fuerzas reaccionarias como telón de fondo

Existía en las fuerzas de izquierda de la época, como se sabe, un miedo razonable a que, en una España atrasada y miserable, las mujeres pudieran votar coaccionadas por los representantes de la Iglesia Católica, sacerdotes y confesores, por sus propios maridos o también por los caciques de la época que, en un país eminentemente rural, hubieran inclinado la balanza abrumadoramente del lado de las fuerzas más reaccionarias. De ahí las palabras de Victoria Kent, que han quedado impresas para siempre en letras de molda en el Diario de Sesiones: “Lo pido porque no es que con ello merme en lo más mínimo la capacidad de la mujer; no, Señores Diputados, no es cuestión de capacidad; es cuestión de oportunidad para la República. Por eso pido el aplazamiento del voto femenino o su condicionalidad”.

Era evidente que Kent pretendía evitar que con la consecución de un bien indiscutible se abriera la puerta a un mal mayor: que las fuerzas derechistas arrollaran en los siguientes comicios y se llevaran por delante todo el andamiaje de derechos y libertades y la consecución de la articulación de un país moderno, como era la intención del gobierno de la II República. Aún hoy, en pleno 2021, sectores conservadores y reaccionarios pretenden seguir ridiculizando a los socialistas con una evidente descontextualización del papel del PSOE de la época. ¡Qué le vamos a hacer!

Dicho todo esto, en aras a una mejor comprensión histórica del momento, ni quiero ni voy a abundar más en las divisiones tácticas, propias de la coyuntura política de la época y que pudieron preceder a la consecución de un hito tan transcendental. Ni es mi objetivo, ni tampoco mi campo, el terciar en la tradicional discusión entre historiadores acerca de si en el ánimo de la socialista Victoria Kent estaba o no el alcanzar tan rápidamente aquella meta. Ambas mujeres fueron decisivas, y eso es lo substancial, en el hito que hoy celebramos todos.

Igualdad, igualdad, igualdad: el único camino

El camino hacia la igualdad es aún largo y está plagado de obstáculos. No conviene, como dejara escrito la genial Emilia Pardo Bazán a principios del pasado siglo XX, “darlo todo por hecho… creer que los derechos conquistados los ha traído el tiempo… como hace mucha gente que no les da ninguna importancia”. Continuaba la inmortal escritora gallega: “Hay que poner en valor a todas las personas que se han dejado la vida en eso, en conseguir los derechos que disfrutamos ahora”.

¡Ni un paso atrás en todos estos derechos que han costado décadas, siglos a veces, de sangre, sudor y lágrimas! Que este deseo personal como esperanza de futuro, en pleno auge de la violencia de género, del maltrato a las mujeres y del odio hacia el diferente, hacia el colectivo LGTBI, como estamos comprobando, tristemente, en las últimas semanas, ante la indiferencia culpable y cómplice de muchos.

Igualdad para todas y en todas las esquinas de este país y de todos los demás.

A menudo me invitan a foros dedicados a la igualdad y es indudable que lo conseguido en este tema en los últimos años es muchísimo, pero también me gusta mirar a lo que pasas en la España rural, en los pueblos pequeños, donde desafortunadamente no siempre podemos decir lo mismo. Por no hablar de lo que pasa en Afganistán y muchos países árabes. En fin, necesitamos seguir luchando para conseguir seguir rompiendo techos de cristales.