Opinión

Paisaje tras la batalla: futuro e ideología en el PP

El líder del Partido Popular, Pablo Casado (c), abandona el hemiciclo tras una breve intervención en la sesión de control al Gobierno, este miércoles. EFE

Durante los últimos días tanto la prensa como los propios interesados han presentado la debacle popular como un enfrentamiento personal por el control del Partido en Madrid, centrándose en los detalles más truculentos y menos edificantes de una disputa de poder. Normal, lo de la prensa al menos. Como atestiguan las frecuentes alusiones a Shakespeare, la cosa es atractiva y a ratos hipnotizante, siquiera por el ritmo vertiginoso y porque humaniza a la élite política.  Macbeth aspiraba al trono como Casado a la Moncloa y Ayuso a la soberanía en Madrid. La tragedia es fascinante no tanto por el hecho del poder como porque los sentimientos y las emociones que guían a los poderosos son indistinguibles de las observables en cualquier PYME, equipo de trabajo o reunión de la comunidad de vecinos. Las variantes de telerrealidad son tan irresistible en la España de HBO y Succession como en la Inglaterra del teatro Globe y los Tudor. Que además tenga consecuencias que afectan al común de los mortales es un añadido impagable y una excusa para darle cobertura al morbo. 

No obstante, la intensidad del enfrentamiento, reflejada en la manifestación de los partidarios de Ayuso en la calle Génova, sólo puede entenderse incorporando la dimensión ideológica. A fin de cuentas, lo del Partido Popular es política y está ocurriendo en un momento de intensa polarización y de re-ideologización de la política. La naturaleza y las consecuencias del drama solo pueden abordarse incorporando también esa dimensión ideológica a los actores que abandonan la escena y a los que adoptan ahora roles nuevos y aspiran a modificar el escenario. No incorporar esta dimensión es solo entender una parte del drama y posiblemente ni eso.  

Merece la pena detenerse a recordar los contornos del escenario que acoge la tragedia. Hace dos años, cuando Pablo Casado marcaba brutalmente distancias con Santiago Abascal, un antiguo asesor de Soraya Sáenz de Santamaria observaba, asombrado, que “en las primarias Casado era Vox”. Cuesta recordarlo ahora, pero en aquellas primarias este plumilla le indicaba a un hombre de Pablo Casado que distinguirse del rajoyismo de Soraya presentándose como el heredero ideológico del aznarismo, a saber, por la vía de la regeneración ideológica, convertía a Casado en “un perfecto marciano”  fuera del ámbito de la derecha. “Totalmente”, contestó el asesor, “por eso tendremos que explicarlo”.

Y a eso se disponían los de Casado tras ganar las primarias en julio de 2018 cuando se encontraron con la consolidación de Ciudadanos y la irrupción de Vox en las andaluzas de diciembre de aquel mismo año (apenas seis meses tras las primarias), en la Asamblea de Madrid de mayo de 2019 (cinco meses más tarde de las andaluzas), y la debacle definitiva en las nacionales de Mayo (apenas transcurrido un mes de las de Madrid y a menos de un año desde las primarias del PP). Los meses entre mayo y las nuevas elecciones de noviembre de 2019 son cruciales para entender a Casado: se encontró con la pinza entre Ciudadanos (un actor conocido durante las primarias) en el flanco liberal y Vox (entonces una irrupción enormemente disruptiva) desde la derecha radical. Atrapado entre dos polos opuestos dentro de la derecha con un mensaje ideológico que parecía diáfanamente claro, el Partido Popular se enfrentaba a una crisis existencial análoga a la de la UCD entre la Alianza Popular de Fraga y el PSOE de Felipe.

Comparado con lo que ocurrió entre mayo y noviembre de 2019, lo de ahora no pasa de un soponcio sobreactuado. Casado y el PP sobrevivieron cuando la ironía de incorporar a Adolfo Suarez Illana al ticket Popular no se le escapaba a casi nadie y uno se planteaba qué hacía Cayetana Álvarez de Toledo en el PP, cuando su sitio ideológico natural y el futuro de la derecha liberal, claramente, estaban con los de Albert Rivera. Y acto seguido, Rivera viró a la derecha, desde donde logró un cómodo puesto en un bufete de abogados.

Y Pablo quiso y se creyó obligado (las dos) a virar hacia el pragmatismo centrista. En buena medida por necesidades tácticas, tratando de alejarse del espacio de Vox (ese que no existía cuando él mismo asaltaba el poder durante las primarias desde la ideologización) para ocupar el espacio de Ciudadanos. Pero también por una cuestión de identidad ideológica: Casado siempre ha sido consciente de que Vox no es una versión más dura o más pura del partido Popular, como afirman los de Abascal cuando les conviene. Vox es derecha radical nacional-populista de manual. Y el PP, conservador y liberal, es otra cosa. Por eso, entre bambalinas y en medio de un escenario en proceso de centrifugación, Casado insistía en intentar explicarse e instruía a algunos miembros de su equipo a que, en palabras de uno de ellos, “destapáramos el tarro de las esencias ideológicas”. Vistos los zig-zags sobrevenidos y la propia naturaleza de un partido y una familia ideológica – la liberal-conservadora – temperamentalmente poco inclinados a los academicismos doctrinales, poca sorpresa es que el citado asesor terminará concluyendo que el tarro en cuestión “estaba vacío”. 

Casado siempre ha sido consciente de que Vox no es una versión más dura o más pura del Partido Popular

Lo que no era del todo cierto, como atestigua el enorme esfuerzo organizativo y personal que culminó en la convención de Valencia de octubre de 2021 y durante el cual Casado insistió en participar personalmente en sesiones preparatorias durante las que se vio con toda la intelectualidad del centro-derecha español. Esencias había, lo que no estaban era destiladas. Y eso fue deliberado: Casado se vio con todo el mundo, pero se negó a crear un think-tank propio a la manera del FAES de Aznar o del Disenso de Vox. en parte, porque tan pronto lo planteo le estallaron las disputas por liderarlo.

Y es que, al tiempo que se reunía con la intelligentsia de la derecha, la cúpula casadista andaba tratando de hacerse con el control del poder orgánico dentro del aparato del partido -algo lógico, cosa distinta son los métodos- ante las también naturales, enormes y bien conocidas resistencias desde el poder local en por ejemplo Andalucía, Murcia y Castilla La Mancha - las más recientes en Madrid deberían haber sido una iteración más del proceso. Y eso sin olvidar el grave incidente con Cayetana Álvarez de Toledo, que casi todo el mundo entendió como un evidente caso de indisciplina pero que también contenía un crucial componente ideológico: la claridad ideológica y la calidad retórica de Cayetana fueron y son admirables. 

Y en eso llegó la pandemia y llegó Isabel Diaz Ayuso y su forma de gestionar la peor crisis social, económica y sanitaria que ha vivido este país desde la Transición. Si Álvarez de Toledo conectó la doctrina y la retórica con una claridad cerebral fuera de lo común en el PP; Ayuso hizo lo propio entre ideología y gestión pública. Las circunstancias e, indudablemente, los arrestos, llevaron a IDA a destilar las esencias liberal-conservadoras por la vía de los hechos, identificándolas con la ‘libertad’ en el sentido más doctrinariamente liberal visto aquí desde que Blanco White abandonara la casulla: lo que en circunstancias normales habría sido un significante vacío en unas elecciones particularmente lamentables se convirtió en una poderosísima realidad ideológica.

Ayuso, cuando optó por restricciones a la movilidad puramente simbólicas, dio a los madrileños un cursillo acelerado de lo que significa el Estado pequeño y mínimamente intervencionista. Al margen del oportunismo anti-sanchista, Ayuso fio la gestión de la pandemia a la responsabilidad individual de los ciudadanos y, para pasmo universal (inclusive el de este opinador), los madrileños, en general, reaccionaron como adultos responsables, prudentes y con más sentido común del detectable en las normas impuestas por la clase política. En el proceso, Ayuso también ha marcado unas distancias considerables, diáfanamente claras y coherentemente liberales con Vox en lo tocante a cuestiones como la inmigración o el aborto. Y como el PP no es una versión blandita de Vox sino una cosa distinta de Vox, los afiliados del PP han caído rendidos ante la gestión y la retórica de la madrileña – como cayeron ante el discurso de Cayetana. Ambas ofrecían certidumbre ideológica cuando en Génova andaban en otras cosas.

Y hasta aquí las raíces de porqué el heredero del aznarismo terminó afrontando una crisis autoinfligida representando la clase de pragmatismo desideologizado detestada desde época de Rajoy; y de porqué Ayuso se ha convertido en la heroína que abandera la beligerancia ideológicamente más combativa. Y visto así es bueno reconsiderar el bagaje de Casado recordando el aire de UCD que tenía su partido no hace tanto y valorar el efecto que la sarracina en curso puede tener sobre el principal activo político del Partido entre los votantes de centro – derecha, que sin duda es Ayuso.

Y plantearse que hará Feijoo, a estas alturas el sucesor claro de Casado, para explicar, por ejemplo, la política lingüística del PP gallego fuera de Galicia. Se ve Feijoo en el tris de decidir qué destilado de las esencias propone al electorado. De momento, la imagen de Feijoo está hoy bastante más próxima al casadismo o al rajoyismo tecnocrático que al liberalismo de Ayuso o de Cayetana. En ambos casos se trata de alternativas construidas a medida de si mismas, que solo podían haber construido ellas y que solo ellas pueden sostener. La de Feijoo debe ser una senda liberal análoga pero propia y distinta. La senda de Rajoy, después de Rajoy y con Vox en liza, conduce a Casado.


David Sarias Rodriguez es profesor de Historia del Pensamiento Político en la Universidad Rey Juan Carlos.

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