Isabel II vino al mundo cuando el Imperio Británico tenía su máxima extensión territorial, ascendió al trono bajo el gobierno crepuscular de Winston Churchill y ha fallecido cuando el Reino Unido sufre el histrionismo de Boris Johnson y el patetismo del Brexit. Para calibrar los cambios vividos por la sociedad británica durante la vida de la Reina, baste mencionar que Churchill se pasó su juventud describiendo en la prensa sus propias cargas de caballería, lanza en ristre y en defensa del Imperio; mientras Boris invirtió la suya exhibiendo, también en la prensa, sus propia ausencia de vergüenza en aras de sí mismo.
En la misma línea, Isabel ascendió al trono por accidente, cuando tío Eduardo VIII tuvo que elegir entre los brazos de la divorciada estadounidense Wallis Simpson a sus responsabilidades de Estado. No es poca la ironía de que su hijo Carlos le suceda casado con una divorciada y tras hacerse muy públicas sus aspiraciones de convertirse en támpax; o que su nieto Harry se haya casado con otra divorciada estadounidense, en un matrimonio interracial y propenso a visitar los platós de Oprah Winfrey.
Lo notable no es tanto la duración del reinado más largo de la historia de la monarquía, sino que el suyo ha sido el que más y más intensos cambios culturales ha experimentado en la historia de Inglaterra. Nació Isabel cuando Edward Elgar apenas ultimaba las últimas notas de Pomp and Circumstance y Rudyard Kipling todavía, aunque a duras penas, celebraba las glorias del Raj; reinaba cuando los Sex Pistols y Freddy Mercury trasladaban la iconografía regia a la contracultura y ha acabado sus días incorporando al osito Paddington y al James Bond de Daniel Craig a la identidad corporativa de la corona.
Si las tormentas políticas y culturales que ella navegó se iniciaron en el reinado de sus predecesores (la liberación sexual allá por las años 20 y la independencia de la India en 1947); a ella le tocó bregar con la reconversión de los Reyes-Emperadores victorianos en la corona de la Commonwealth actual.
También, quizás lo más memorable para la opinión pública, transformó a los Windsor de la Casa Real que prefirió una abdicación a una divorciada en el trono consorte a sobrevivir a la escandalosa vida sentimental del entonces heredero al trono y a la inmadurez emocional de media familia real. Poco podía sospechar la Reina que, cuando tildó 1992 de annus horribilis, le esperaba todo un lustro de horrores que culminó con la trágica muerte de Lady Di y el colapso de la imagen de la corona, con casi tres cuartas partes de la opinión pública británica declarándose republicana.
Desde luego, parte del desaguisado se originaba en la incapacidad de la monarca – que lo era, recuérdese, a causa de una abdicación provocada por un matrimonio de mal gusto – para entender siquiera que la princesa de Gales fuera incapaz de sobrellevar simples infidelidades con el suficiente decoro regio. A fin de cuentas, la cosa es común y corriente entre la aristocracia inglesa (y europea en general) a la que Diana pertenecía y todos conocemos a otras reinas muy elogiadas, precisamente, por ser "grandes profesionales" en la materia. Pero ante todo y sobre todo, en particular tras la muerte de Diana, la debacle en la imagen de la monarquía se debió la negativa de la Reina a participar del exhibicionismo sentimental casi pornográfico orquestado por los tabloides británicos y explotado con fruición por Diana.
Isabel II supo dulcificar la imagen de la Corona pero manteniendo la credibilidad estética del boato victoriano"
Revertir la tendencia hasta haber invertido las proporciones de republicanos y monárquicos entre el público británico es, probablemente, el éxito más notable de la Reina. Isabel II supo dulcificar la imagen de la corona (verbigracia las colaboraciones estelares con 007 y Paddington), pero manteniendo la credibilidad estética del boato victoriano hasta el punto de contener el daño que Meghan Markle (a medio camino entre Wallis Simpson y Diana, está claro que a los Windsor no se les dan bien las americanas divorciadas) pudo infligir a la corona con la anuencia de Oprah.
Y la flexibilidad de la reina no solo se circunscribe a lo sentimental. En 1992, el famoso año horrible, el palacio de Windsor sufrió un catastrófico incendio. En el contexto de continuos escándalos involucrando dos divorcios y fotos de Sarah Ferguson en topless mientras su asesor financiero le chupaba los pies, los británicos se preguntaban quién iba a pagar la reparación del palacio y para qué, exactamente, servía una monarquía convertida en esperpento. Y la reina, en 1993, empezó a pagar el impuesto sobre la renta, asumió parte del coste y además el grueso del sostenimiento de la familia real.
Y este es el principal legado de Isabel II a su hijo, el ya rey Carlos III. El futuro de la monarquía depende de su capacidad para continuar adaptándola a cambios políticos y culturales que no cesan. Hace apenas un año que Barbados se transformó en república y abandonó la Commonwealth; es bastante probable que el microracismo publicitado a los cuatro vientos por Meghan Markle sea muy real, en todos los sentidos y también son inaceptables los varios escándalos, incluso involucrando al propio Carlos además de a otros miembros de la familia real con saudíes de dudosa reputación, no hablemos ya del turbio y mal resuelto asunto entre el príncipe Andrés y el pedófilo convicto Jeffrey Epstein.
Ese monumental anacronismo institucional, que sin embargo simboliza y en buena medida sostiene la continuidad del Reino Unido con estado-nación, sobrevivirá en la medida que Carlos, como hizo Isabel II, sepa adaptarlo a nuevas realidad políticas y culturales manteniendo la gravitas que necesita la institución.
David Sarias Rodríguez es profesor de Historia del Pensamiento y los Movimientos Sociales en la Universidad Rey Juan Carlos.
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