Los muertos no están en los cementerios, posando en su nube de mármol o firmes en su garita de muertos, sino que están por las calles, por las casas y hasta por los ministerios, que se han vuelto góticos y esqueléticos, como un castillo para un solo murciélago. No es únicamente por Halloween, esa noche hecha toda de tierra removida en que los muertos serios y alegres, nuevos y antiguos, verdaderos y falsos se van de cañas sin conciencia de estar fuera de lugar, igual que tunos. Es que en política ahora la moda es estar muerto vivo, arrastrarte cargando con tu partido o con tu alternativa como con un ataúd o un saco de miembros amputados; estar a punto de la tumba, o de la última transfusión, o de la última descarga, o haber regresado de ellas con arañas en la lengua y las gruesas cejas fritas. Uno ya sólo ve muertos vivos, Puigdemont, Arrimadas, Olona, la familia Podemos / Iglesias como una familia Addams con niñas escalofriantes y una coleta reptante con vida propia, y hasta Sánchez, que aún se bambolea abrazado a su monstruo de Frankenstein, entre la cripta y el clavelitos de mi corazón.

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