En Qatar ha empezado un Mundial de fantasía e hipocresía, virtudes que son la base del negocio, de la política y de la vida, o sea que no sé por qué el personal se escandaliza. A estos feudalismos medievales, que son como un cuarto de baño alicatado de oro, teología y pelos de bigote, ya les compramos petróleo, gas y no sé si leche de camella. Con estos países chalé, estos países palmerita de neón, estos países grifito con gema, estos países de cabreros pontífices multimillonarios, tenemos negocios, turisteo, relaciones y correspondencia de reyes magos. Incluso les mandamos a nuestros propios reyes para que hagan allí como su portalito de reyes con armiño y cofrecito, o su recauchutado de Edén de viejos. El escándalo del Mundial, por lo visto, es que se haga allí fútbol, el negocio del fútbol, en vez de hacer el negocio del dinero enladrillado, del hidrocarburo balsámico o de la geopolítica de la babucha, como Sánchez en Marruecos. Ahora resulta que los futboleros son los únicos que no tienen derecho a la hipocresía, esa hipocresía fácilmente salvada con una paloma de miga de pan o un coro de niños con bengalitas.

El Mundial de Qatar no se puede blanquear, como decía un titular de este periódico. El Mundial de Qatar sólo se puede tragar, como nos tragamos un jeque marbellí con el yate de mármol y las esposas en fardos, como nos tragamos el wahabismo ensabanado de petrodólares, como nos tragamos a China o como nos tragábamos, hasta hace bien poco, a Putin, que nos parecía el cuñadete borrachín del continente. Cuando el emir de Qatar estuvo aquí, recuerden, fue por todo Madrid recibiendo elogios, toisones, bandas tricolores y coletazos de trajes de pingüino al hacerle la reverencia. Al emir le hicieron la pelota en el Congreso y en el Senado, se la hizo Almeida y se la hizo Felipe VI, que le montó en la Zarzuela una cena como ecuménica, donde nuestra pedrería de palquito se colmaba de cierta pretensión orientaloide y bulbosa. Todo porque el emir nos traía, como desde cuevas de esclavista, todo el gas o todas las piedras de mechero que nos hacían falta después de que Sánchez nos enemistara con Argelia, aún no sabemos por qué. 

El emir de Qatar parecía aquí Lady Di, Xavi Hernández parecía allí nuestro David Beckham comprado por un oro payés medido en celemines, Morgan Freeman parecía en la ceremonia de inauguración el negro de Vox del wahabismo, nuestras empresas petroleras parecen todas empresas de cruceros o de tablaos de Doha o Riad, y hasta Sánchez parecía ante Mohamed VI esa Tamara Falcó vestida de monja de hospicio y de cuña. Y ahora me van a decir a mí que no vea fútbol, que lo mismo si yo no veo el Mundial al emir le da un cólico nefrítico de diamantito y de coraje, que lo mismo si yo boicoteo el mundial vamos a llevar allí la Ilustración, que estaban ellos esperando a ver sus estadios vacíos, todo arena y alacranes, verse solos con su petróleo como un niño solo con su chocolate, para aceptar por fin el sapere aude por encima del olor a choto de sus dioses. O sea, que nos dejen ver el fútbol en paz.

Ahora resulta que los futboleros son los únicos que no tienen derecho a la hipocresía

El mundial de Qatar no se puede blanquear, y por eso ha quedado tan ridículo el presidente de la FIFA, Gianni Infantino, que parecía un actor oscarizado por alguna película de rulós. “Me siento qatarí, me siento árabe, me siento africano, me siento gay, me siento discapacitado, me siento trabajador inmigrante”, ha dicho, sintiéndose todo y no sintiéndose nada, por supuesto. Lo de sentirse qatarí y gay debe de ser especialmente complicado y peligroso, pero estas cosas, entre banderitas de cóctel y confeti plateado, entre azafatas astronáuticas y balones como huevos Kinder, son más fáciles de decir. Aunque lo más fácil era lo que también hizo, pasar el rulo por la historia y por la moral, que Occidente también tiene que pedir perdón, por lo menos desde Troya. Pedir perdón e incluso ponerse de rodillas ante esos jequezones que veíamos en los palcos del partido inaugural, bajo los que vi brillar, como una luna menguante, los ojos de una mujer con nicab. “Hay belleza en la diferencia”, le decía un hombre sin piernas a Morgan Freeman, raptado sin duda por la belleza y el cinismo de la frase y del momento.

No, no somos como ellos, pero yo no voy a quedarme sin fútbol mientras todos siguen con sus negocios, con su tráfico de jeques como toallas de Portugal; mientras al emir de Qatar lo único que le falta es que le pongan una glorieta en mi Chamberí apalomado de glorietas; mientras cobra no ya Morgan Freeman o David Beckham sino que cobran Zapatero y María Antonia Trujillo dando conferencias prorrégimen en Marruecos; mientras Sánchez, en fin, le trincha el Sáhara a Mohamed VI, no sé si con gorrito fez o con camisa balinesa. Yo recuerdo aquellas olimpiadas con boicot, Moscú y Los Ángeles, tan tristes y tan mentirosas sin sus nadadoras con bigote o sin sus universitarios mormones. Por supuesto, aquello no arregló la Guerra Fría, que no tenían que arreglarla los deportistas, pero se cargó el deporte, que a lo mejor es lo único que tenemos para sustituir a la guerra.

El Mundial de Qatar no se puede blanquear, pero Qatar no merece quedarse sin Mundial, sino sin petróleo, sin socios y sin amigos que les entreguen a sus emires llaves sobre cojines, como zapatitos de cristal, cuando vienen aquí. Los futboleros tampoco se merecen quedarse sin Mundial, y justo el año en que también se tienen que quedar sin calefacción y sin pescado. Yo creo que todos esos activistas y concienciados no ven fútbol, no ven deporte, así que no les importa nada esto, como no les importa nada el arte y por eso le tiran una lata de tomate al girasol ya atomatado de sol de Van Gogh. Quizá deberían ir a vaciar sus latas de tomate, como un anuncio de detergente blanqueador, sobre las blanquísimas ropas de los jequezones de Qatar, o sobre las blanquísimas camisas de los políticos de por aquí. Pero que nos dejen ver el fútbol en paz.