Con el “legado luminoso del republicanismo” en el pecho como un Corazón de Jesús o un corazón de Iron Man, Pedro Sánchez, presidente de traje berenjena y literatura de quiosco de estación, se dispone a colocar en el Tribunal Constitucional a un ex ministro y a una ex alto cargo del búnker de la Moncloa. Si Sánchez no estaba ya en la historia como un Cid vestido de interiorista en un cóctel, sin duda esta hazaña lo coloca definitivamente ahí, yo creo que en ese rincón de los palacios y los libros en que se une el abuso de poder con el abuso de los pigmentos caros, como un Borgia aberenjenado. Ningún presidente se había atrevido a poner a uno de sus propios ministros a guardar e interpretar el gótico constitucional, que a los socios iliberales de Sánchez les parece latín de nigromante. Pero se trata de ir haciendo historia, ya digo, aunque no tanto entrando en los libros sino reescribiéndolos o releyéndolos. Y a la Constitución, que es lo único que nos separa de las leyes de piedra y vísceras de carnero de las tribus, es a lo que más ganas le tienen. 

Sánchez va ocupando la historia y el Estado con soldados, con artillería, con zapa y sobre todo con un plan, que es lo que distingue a un presumido efectista de un césar implacable

Sánchez va ocupando la historia y el Estado, o al menos sus salones, con sus alabarderos, alguacilillos, juglares y curitas, esos curitas de Bolaños, ministro con terribles manitas de tiranosaurio para doblar estolas y plegar gafas, y que parece dirigir un comando de curas sanchistas como curas guerrilleros. Que Dolores Delgado pasara de ministra a fiscal general del Estado casi parece una mudanza de un aposento de palacio a otro (al fin y al cabo, ¿de quién depende la Fiscalía?). Pero ahora ya han llegado al TC, cámara del tesoro, que aquí sólo tenemos ese tesoro de pobre que es la Constitución, como el pobre que sólo tiene un libro, quizá un viejo Quijote heredado, con las láminas de Doré ya muy azogadas y rizadas de soportar las llamas de la historia, del idealismo, de la simpleza y de la locura que desprende el Quijote o que desprende España. Apenas tenemos ese libro, ese tesoro quizá viejo pero aún civilizador, entre las carnicerías y astrologías tribales, y por eso van a por él con todo, incluso con el propio latín mal masticado de algunos curas de la ley o sólo de Sánchez.

Juan Carlos Campo, a pesar de su pinta de beefeater británico de nuestras leyes con muchos quinquenios, preparó el indulto a los indepes, siquiera temblando, sudando, atragantado, que así lo veíamos explicarse en televisión, como si todo el engranaje mental sobre la legalidad y la moralidad de esos indultos se hubiera llenado de arena y esa arena le llegara hasta los dientes. Esto, sin embargo, no es prueba de sus dudas, sino de su absoluta lealtad, una lealtad tan fuerte que se sobreponía a retortijones de las tripas y a síncopes vasovagales. Laura Díez, que estuvo a las órdenes de Bolaños cuando Bolaños aún soñaba con ser Bolaños, o sea este cura despiadado que reparte el infierno en sus manitas blancas y redondas como obleas; Laura Díez, decía, también asesoró a la Generalitat para aquel Estatut que contenía, lo que son las cosas, 14 artículos inconstitucionales. Ahora, los dos se han colocado al otro lado de la política, de la ley o del templo, y por supuesto no va a ser para nada.

Con las vueltas de la vida, nos podemos encontrar con que Campo, que impulsó, redactó, explicó o justificó leyes aunque fuera tartamudeando, tenga que dictaminar si sus propias leyes son o no constitucionales. Igual que Laura Díez se puede encontrar evaluando otra vez aquel Estatut megalómano y megalítico que ayudó a redactar, u otro parecido, resucitado o, ya que estamos, aumentado. Los dos se pueden encontrar en la situación de salvar o condenar los actos y argumentos propios, o de sus indultados, o de sus clientes. O, también, los de los que fueron adversarios políticos, intelectuales y hasta morales de su propio gobierno, de sus indultados y de sus clientes. Esto, para Sánchez, no sólo no es un impedimento, sino que la dirección de estos nombramientos es tan obvia que tenemos que decir que ése es precisamente su objetivo.

Sánchez va ocupando la historia y el Estado, y no con mera prosa épica ni con frío mármol conmemorativo, como el otro día cuando se colocó un poco bajo la misma cruz de piedra o hueso que Franco. No, Sánchez va ocupando la historia y el Estado con soldados, con artillería, con zapa y sobre todo con un plan, que es lo que distingue a un presumido efectista de un césar implacable. Sánchez coloca estas piezas orondas y provocadoras porque tiene intención de usarlas, con decisión, sin pudor y sin misericordia. Teniendo claro que pretende algo, para saber qué pretende sólo tenemos que considerar lo que podría ir desfilando por el TC próximamente: sus leyes ideologizantes que no se sostienen en papel, el control definitivo del Poder Judicial, leyes laissez faire o de patente de corso para los nacionalismos, posible referéndum pactado en Cataluña… A partir de ahí, todo es posible. Sánchez va ocupando el Estado y la historia, y no con figuración, como en aquel teatrillo en la Moncloa, sino con soldados y pertrechos. Sánchez no se va a conformar con ser recordado por levantar una lápida cruda y llevarse la momia de Franco todavía un poco cruda también, aún con miedo de crisálida extraterrestre o de maldición de Tutankamón. Como ya hemos dicho, él se coloca en la historia precisamente porque la está escribiendo, como un demiurgo o como la voz de Mujercitas, y su trama no puede ser tan pobre. Sánchez sabe que sólo puede gobernar con la ultraizquierda y con los nacionalismos, no le queda otra que cumplir sus deseos, que quizá son también los suyos. A partir de ahí, todo es posible, incluso que “el legado luminoso del republicanismo” acabe con lo que quede de res publica, con la Constitución, con el Estado y con España, esa antigualla de taberna que quizá Sánchez se ha dado cuenta de que debe desaparecer para que él siga gobernando. Primero el Constitucional, luego la Constitución… Sánchez pasaría a la historia, sin duda. Eso si la historia, que a veces no es más que vulgar tiempo y pura fuerza de la gravedad, no lo arrastra antes a él.