Un debate a la semana, como esos shows de sábado noche de antes, como un programa de José Luis Moreno o de Lolita, es lo que quiere Pedro Sánchez, que a lo mejor va para Masked President o algo así. Aquí nunca hemos sido de debates, sino de mitin torero con público de mortadela y cocacola, y de pegar tu cartel con una escoba con pinta de no haber cogido una escoba en la vida, o de cogerla por primera vez esa noche como en tu despedida de soltero, y estar a punto de ser atropellado por el camión de la basura por hacer el tonto. Aquí, donde los partidos hablan a través de tertulianos de cuota y periodistas de sacristía con olor confitero a argumentario consagrado, nadie quiere en realidad debates, en los que es más probable meter la pata que convencer. O sólo los quieren cuando tienen ventaja, como en la entrevista amigable o el publirreportaje con masaje vertebral. La última vez, Sánchez no sólo no quiso un cara a cara con Casado, sino que toda su obsesión era que estuviera Vox con su presencia de urraca española. De nuevo, lo que pasa con Sánchez es que su interés se convierte en lo necesario y lo necesario sólo lo es cuando coincide con su interés.

Sánchez ha descubierto ahora los debates, como la vivienda escondida, como Doñana, como la sequía, como todo lo que anda descubriendo bajo las piedras con las que se tropieza, que ya dije que aún le quedaba mucho por descubrir y así está siendo. Ahora resulta que un cara a cara semanal, como nuestra cita con Torrebruno, con sus tigres y leones, es lo más importante de la democracia, justo cuando lo necesita Sánchez. El debate televisado es una cosa muy americana y siempre se cuenta que Kennedy le ganó aquella vez a Nixon por el nerviosismo de éste, por su sudor real o moral (otra vez Roland Barthes, que lo digo mucho pero es que estar ciego a la mitología es estar ciego al mundo). Yo creo que nuestro presidente quiere hacerse otro Kennedy, como cuando salió aquella primera vez a correr por la Moncloa con ritmo de aparcacoches con perrito. Un Kennedy a la desesperada, que parece que ya sólo confía en que a Feijóo se le caiga el sudor o el moco ante toda España y el país decida que no pueden votar a un señor resfriado de su política.

Aquí nunca le hemos cogido el gusto a eso del debate, que nos parece como hockey sobre hielo, hasta con cronómetro de hockey sobre hielo. Nuestros candidatos siguen haciendo el monólogo del mitin, monólogo con calavera o con ladrillo, y los periodistas siguen haciendo el papel de azafatas del Un, dos, tres. Pero siempre hay la posibilidad de que a un candidato le salga ese sudor moral o temblor moral en el labio o en la voz, o que se le quede una babilla en la comisura de la boca, que ya anulará todo lo que diga o haga, como si le pasara a un enamorado durante la seducción. O que se líe en una frase, como le pasaba a Rajoy, que siempre tuvo algo de torpeza de señor muy tieso y con paraguas, de algo de los Monty Python, y quizá también le pasa a Feijóo.

Sánchez quiere seis debates como seis tiradas de dados o seis Victorinos, a ver si en alguno de ellos Feijóo suelta algo de la gente de bien, o coloca la Costa Dorada en Valencia, o lo que sea, que a Sánchez ya le vale cualquier cosa. Un debate aquí no es necesariamente una confrontación de ideas, sino más bien una especie de prueba en un concursito de traspiés, como la de llevar un huevo con una cuchara o morder una manzana colgada, esa cosa de Torrebruno que decía yo. Sólo hay que fijarse en cómo los equipos pactan tiempos, luces, cámaras, fondos, y van con una peluquera con la laca en la mano como un extintor, por si al candidato se le incendia el flequillo más que el discurso. En realidad, el españolito ve poco los debates, más que nada porque se sabe a los políticos de memoria, que están todo el día hablándole a través de los tertulianos de plantilla, que a veces parecen que van con dorsal, como si fueran jockeys. Salvo, eso sí, que en el debate haya patinazo, meme, desastre o tartazo, que inmediatamente será el tema nacional.

Sánchez quiere seis debates con Feijóo, que parece otro empeño más en torturar al españolito en este verano en el que Pedro Sánchez parece como nunca Pedro Botero. Nunca había pedido aquí nadie tanto debate, más que nada porque preferimos el revolcón de vaquilla o de taberna al dato y al argumento. Tampoco cree uno que descubramos en esos debates nada nuevo, que Sánchez ya se lo ha dicho todo a Feijóo en sus discursos del Senado, con duración de siesta de hamaquero, y Feijóo se lo ha dicho también todo a Sánchez, con sus diez minutos de ametralladora o de cine mudo. Pero Sánchez está desesperado, retaría a Feijóo a una pelea con machete o a un duelo de comer huevos duros, como Paul Newman, si eso le diera alguna oportunidad.

El sanchismo es eso, la continua exageración, sobreactuación y contradicción al intentar justificar los intereses puramente egoístas de Sánchez

Debatir siempre está bien, pero aquí no somos de debatir, a ningún candidato le gusta debatir si puede quedarse en su mitin salchichonero y en su periódico de cabecera, con textura de cuna con encajitos. O sea, que ahí ya resulta sospechoso lo de Sánchez. Lo que pasa con esta propuesta de debates, o de vuelta ciclista de debates, o de MasterChef de debates, no es ya que parezca ese último recurso del provocador, el de llamar gallina al otro para que se meta en la pelea ventajista que ha planeado. Lo que pasa con esta propuesta es que, otra vez, y de nuevo de repente, algo que era ignorado o despreciado se convierte en urgencia y en necesidad del país, justo y sólo cuando es urgencia y necesidad de Sánchez. Como todo lo demás, como todos sus pactos, como todas sus leyes, como todo su Gobierno, como todo el sanchismo, que no es un palabro ni el nombre de un show de Íñigo sino un manual perfecto de política egoísta.

Sin duda el sanchismo es eso, la continua exageración, sobreactuación y contradicción al intentar justificar los intereses puramente egoístas de Sánchez con supuestos o incluso increíbles intereses generales. Y no deja de demostrárnoslo, haga lo que haga. Hasta en esta cosa tan aparentemente nimia, esto del debate televisivo como un concurso televisivo, Sánchez no puede dejar de ser Sánchez como Torrebruno no podía dejar de ser Torrebruno, uno entre fauces de facha y otro entre fauces de felpa.