El amor viene y va, decía el otro día Rosalía, abandonada incomprensiblemente, como un hermoso ramo arrojado al suelo. La verdad es que a cualquiera lo pueden abandonar, que hasta a Feijóo lo abandonó Michavila, o la vida, o la gente que se fue un domingo, sin avisar, con un influencer de nalgas como atolones de anuncio de piña colada. Rosalía, Shakira, y hasta Feijóo, todos con el corazón roto como una porcelana japonesa que no se cura con tiempo ni con oro. Kintsugi se llama eso de reparar con oro los objetos rotos, convertir el dolor en joya, que a lo mejor es lo que Shakira llamaba facturar, lo que Rosalía hace no con oro sino con pétalos de ella misma, que se arranca de la boca al cantar, y lo que Feijóo está intentando con una investidura decorativa y curativa a partir de esos pedacitos suyos de Humpty Dumpty que se cayó del balconcillo de Génova. Uno puede ser guapo, millonario o prometedor, tener un palomar en la boca, una góndola en las caderas o un Gobierno en la libreta de tendero, que igual un día te encuentras con que el amor y el porvenir que tenías en la mano se ha cambiado por una soledad fría y ridícula como el autotune.

A Rosalía la han dejado, o no la han dejado sino que ha dejado ella, o la cosa se ha dejado sola, que encontrar el culpable en estos asuntos del destino y del corazón nos podría tener aquí toda la columna y en Génova les podría tener toda la legislatura. Rosalía tenía uno de esos amores que estaban entre la adolescencia artística y la adolescencia motociclística (los artistas son adolescentes siempre porque la vida artística no es una vida adulta, es una vida de pintar con los dedos toda la vida, comas con eso o te mueras de hambre con eso). Con sus tatuajes enredados en las sábanas como dragones de Komodo, con sus lujos de pizzas versallescas y de pagodas para los zapatos, yo creo que la gente veía a Rosalía y a Rauw Alejandro como antes se veía El lago azul, con envidia e irrealidad de fantasía salvaje. Era como un amor de instituto entre millonarios de instituto, gastándoselo todo en zapas, acelerones y achuchones. O sea, que era el amor perfecto. Ese Feijóo con gafita y oposiciones quizá también parecía el amor perfecto de una España escocida de chulos. Pero el amor perfecto no existe, ni siquiera si eres Rosalía. Imaginen si eres Feijóo.

Cuando estás en Génova y subes esas escaleras algo clandestinas, lo que parece es que estás en un hotel de paso, en un hotel de cuernos, con un escándalo, una traición o una miseria tras cada puerta

El amor viene y va, que un día te quieren como en un videoclip, entre piscinas y candelabros, y al otro día estás llorando en tu gran vestidor, que de repente parece el hall de un hotel de lujo en el que te has sentado como un cateto, a ver pasar carritos como cenas reales. Él se ha ido con otra, o a lo mejor no, pero es lo que se piensa cuando estás con el corazón en la mano, como unos zapatos sin poner o sin guardar, que se ha ido con otro o con otra porque los cuernos consuelan más que admitir la desgana, la decepción o el asco en la relación. La verdad es que cuando estás en Génova y subes esas escaleras algo clandestinas, lo que parece es que estás en un hotel de paso, en un hotel de cuernos, con un escándalo, una traición o una miseria tras cada puerta. Quizá siempre es así en el amor, en la política, en los hoteles. Pero pensar que alguien engañó a Feijóo, quizá su equipo, sus dudas, las matemáticas, Vox que es como una lagarterana porno, la izquierda con su tetamen caribeño y sus morros de promiscuidad y yerbabuena; eso, pensar que alguien apartó a la gente de Feijóo y se la llevó en descapotable o en chopper o en sandalias, a lo mejor es lo único que los consuela.

Parece que Rosalía y Rauw Alejandro (esta gente se busca nombres como de La patrulla canina) estaban cerca de la boda, que ella hasta tenía pensado el vestido de espuma o de ángel o de niña. La novia es la última ala de niña que queda en la mujer, creo que ya lo he dicho alguna vez, y preparar el vestido es más importante que preparar la cama nupcial, que además ya nadie llega a esa cama virgen, ni siquiera vestido para desenvolver. Ahí está la verdadera traición, en que te abandonen con el vestido en la percha, como el disfraz de sirena que la niña no llega a ponerse. Eso es lo que le pasó a Feijóo, abandonado no en el amor ni en la cama sino en la esperanza, en la expectativa, en el sueño de todo este tiempo en el que no dejaba de imaginarse la Moncloa como una boda de Bridget Jones. No es la pérdida del amor, sino esa vergüenza de que todos se den cuenta de que creías en el amor, como en las encuestas. Ahí uno siempre queda como un idiota.

Han dejado a Rosalía, que es como dejar a los dioses, una blasfemia más que un cambio de opinión. O más bien ha sido Rosalía la que ha dejado a su amor de motocicleta, que siempre la tienen para montar a otra, claro. O la cosa ha terminado porque sí, porque nada es seguro y menos entre millonarios de instituto, como entre políticos de cartelón. El amor viene y va, decía Rosalía antes de cantar su canción Beso, ese beso que se quedó colgando como el traje de novia o la presidencia del Gobierno. Claro que lo mismo que va, viene. Quién le iba a decir a Puigdemont, olvidado como un ex de la Uni, que iba a estar ahí ahora de primera opción, opción triste pero irremediable, como de Bridget Jones otra vez. Y quién le iba a decir al propio Pedro Sánchez que iba a recobrar, de repente, el amor de su PSOE, la devoción incluso de Page, esa devoción que sólo otorga el poder.

El amor viene y va, como la fortuna, como las pasiones, como el interés, como los escaños, que a ver si todavía va a bailar alguno y aún vemos una boda inesperada y olvidadiza, como la de Tamara Falcó. Nada es seguro, ni siquiera para Rosalía, esa diosa de carne de flor extraterrestre que nos creció aquí entre el flamenco y el trópico, entre el talento salvaje y la sensualidad salvaje. Imaginen para Feijóo.