Yolanda Díaz se ha ido a Bruselas a verse con Puigdemont, no para “normalizar” la relación, que nunca será normal negociar con un prófugo que chantajea al Estado, sino al contrario, para hacerla extraordinaria, milagrosa, como una anunciación de la vicepresidenta angelicana que gasta mangas y plumón de ángel de retablo o de belén escolar. Díaz, ángel con zurrón que manda sin mandarlo Sánchez, se le ha aparecido a Puigdemont mientras tejía, que su republiqueta no tenía otra esperanza que la calceta sentimental, solitaria y enloquecida de sus banderas como colchas de vieja o patucos de niño muerto. Lo que busca Díaz, o sea Sánchez, no es la normalidad, sino la aceptación de lo antinatural o sobrenatural, de la maravilla, del prodigio, de la irracionalidad, de la gracia. Toda esa teología del sanchismo que enuncia mentiras sagradas, elige a profetas chiflados y salva a ladrones y a desahuciados en nombre de un supuesto bien que sólo es un negocio que llega hasta los Cielos. Una vez que han aparecido el milagro, la bendición, la misericordia, con sus correspondientes escribas, tasadores y sexadores de ángeles, cualquier cosa es posible y cualquier cosa es verdad.

Yolanda ha ido a Bruselas como en camello de Rey Mago, para convertir a un particular en juez de vivos y muertos a través de una ceremonia de peregrinación y de adoración. Da todavía calor pensar en estas cosas un poco navideñas y bizantinas, pero se trata de esto, de ir a ver a Puigdemont como para cumplir una profecía y un ritual. Toda una vicepresidenta del Gobierno se ha trasladado a Bruselas con mucho bamboleo gubernamental, progresista, talantoso y bisutero, no tanto para conversar con Puigdemont sino para hacer ese camino simbólico de la búsqueda y del tesoro. Ese camino tan literario ya sabemos que puede terminar en un Salvador, en un copón (ay, el Grial), en un principio alquímico o moral, y en este caso en una investidura ambiciosa y vulgar convertida en advenimiento divino. Yo creo que esto son concesiones alegóricas que va haciendo Sánchez, que dice haberse enterado a última hora del viaje de Yolanda, como la mano derecha que no sabe lo que hace su mano izquierda, pero va construyendo la lírica de su mitología con sumo cuidado y métrica muy clásica.

Tanto Sánchez como Yolanda Díaz siguen funcionando más como religión toledana que como política, más como magia que como gobernanza, más como negocio de vender esperanzas futuras que como ciencia de proporcionar bienestar presente

No hay nada de normal en esto, en irse en camello con velo o en borriquito con serón, ese borriquito de mesías en el que parece que va Yolanda siempre, como en una parihuela de soberbia modestia y joyerío de moscas, a negociar con el propio delincuente la extinción de sus delitos. Lo normal sería que Puigdemont fuera juzgado y las leyes respetadas (“el buen ciudadano es aquel que no puede tolerar en su patria un poder que pretenda hacerse superior a las leyes”, decía o cincelaba Cicerón, sin duda un franquista, o al menos de la derecha mediática o por ahí). Lo normal sería no dejar que el Estado dependa de la voluntad de los que quieren precisamente destruir el Estado, y digo Estado, o sea el contrato social entre ciudadanos libres e iguales, no España, esa peineta sentimental y dialéctica. Lo normal sería no llamar normal a lo aberrante, ni “solución democrática” a lo que es una componenda de intereses y cambalaches cuya primera condición “democrática” es que ni la ley ni la igualdad rigen para su reino mítico ni para sus reales personas. Pero nada es normal, todo es milagroso, excepcional, arbitrario, incomprensible y luminoso, que de eso va el negocio.

Hablaba el otro día Ayuso, no sé si pensando en Nietzsche, en Frankenstein o en el párroco, de la “inversión de los valores” que estamos viviendo, aunque ella le daba a lo de los valores cierta carga dogmática, cristianizante y toledana (hablaba de la “laicidad” como algo negativo, cuando es una consecuencia inmediata de la igualdad de los ciudadanos y de la neutralidad de lo público, algo que, sin ir más lejos, los indepes y la ultraizquierda son los primeros en no entender). Nietzsche, claro, se refería a invertir los valores del cristianismo, que había construido toda su moral como “contranaturaleza”. Tanto Sánchez como Yolanda Díaz siguen funcionando más como religión toledana que como política, más como magia que como gobernanza, más como negocio de vender esperanzas futuras que como ciencia de proporcionar bienestar presente. Ellos, como los nacionalistas, también necesitan una política como contrapolítica y una democracia como contrademocracia, si no, no hay manera de sostener ese nuevo orden suyo que tiene mucho de teocracia campanuda, de prelatura personalista y de beatería de orzuelo, que apenas dan para esconder la ambición de unos y la bobería de otros. Para que lo justo se vea perverso y lo perverso justo, sin más lógica que los intereses del momento de Sánchez, hay que volver a la gracia divina, hay que volver a santo Tomás, pero en sanchista. Ayuso es atea al lado de la teología escolástica que está construyendo Sánchez, y a la que Yolanda contribuye como un pastorcillo o una lavandera de belén contribuyen al cristianismo.

Yolanda Díaz ha ido a anunciarse a Puigdemont, o a adorarlo con perfumes y símbolos de realeza, y eso no es negociación sino liturgia orientaloide. Esa liturgia, aunque dé calor ahora, es todavía más importante que el acuerdo porque sin ella es imposible esa religión sanchista llena de buenos ladrones, sangre sacrificial encebollada y un bien que siempre coincide con el poder sospechosa y obscenamente, pero que los creyentes nunca se cuestionan bajo pena de excomunión. Yolanda, ya digo, es sólo el ángel de noria o la muchacha panadera del belén veraniego de Sánchez, que a lo mejor ella hasta se cree sus misterios y sus portentos, pero nunca podrán ser algo “normal”. Nada aquí es normal, todo es milagroso, excepcional, arbitrario, incomprensible y luminoso, que de eso va su inefable negocio. Todo, empezando por un Sánchez y un Puigdemont resucitados al mismo tiempo, como leprosos traslúcidos hermanados por sepulcros comunicantes y una salvación de chiripa, más ridícula que gloriosa.