Alfonso Guerra, que parece un inmortal con espada ropera, entre la anacronía, el tipismo y la eternidad, como un alguacilillo de los toros, ha dicho que lo de la amnistía es “insoportable” para un demócrata y que significa “la condena de la Transición”. En realidad es una condena del Estado de derecho, que no se trata sólo de salvar la Transición como si hubiera que salvar el acueducto de Segovia, por razones históricas, arqueológicas o sentimentales. Ni siquiera los más viejos de la tribu, los que hicieron la Transición entre escobazos y espadones e inventaron la España de la democracia radiofónica, de la partitocracia arborescente, del pelotazo europeísta, de la conllevancia nacionalista y de los jueces a pachas, dan crédito a lo que está haciendo no Puigdemont, que pide lo de siempre, sino Sánchez, que está a punto de darle la razón. Y la cosa es tan grave como que, para darle la razón a Puigdemont, a su golpe de Estado, Sánchez tendría que dar otro golpe de Estado equivalente.

Guerra, con gola de voz de fantasma del Comendador, ha dicho que lo que está pasando representa la “derrota de su generación”, supongo que porque llega un momento en la vida en que todo es generacional, la música, la pernera del pantalón, la irreverencia de los jóvenes, el mundo siempre en ruinas de los viejos… Guerra habla con el lenguaje de esa generación, entre melancólico y ferruginoso, pero sus razones no son generacionales sino fundamentales. La Transición ya casi nadie sabe lo que es, como casi nadie sabe qué es una espada ropera, y muchos creerán que Guerra, cuando habla así, está defendiendo esa Transición como el que defiende el guateque de su juventud. Guerra habla de la Transición pero a lo que se refiere es a que estamos perdiendo los fundamentos de la democracia, algo que no inventaron ni siquiera ellos, los del guateque y la peluca, que aquí lo inventaron casi todo.

La política ha cambiado, en maneras y en fondo, que ahora no la hacen profesores entre libros negros y enormes que tocaban como pianos, sino maniquíes con gabinetes de publicistas detrás. Ya no hay ideologías ni programa sino oportunismo, y ya no hay principios sino coyuntura. Pero esto no va de ponerse viejuno ante la política como ante el punki, que ya no hay punkis. La política puede cambiar, pero no tanto como para que lo antidemocrático pase a considerarse democrático; para que el que ha querido dar un golpe de Estado consiga que el golpe de Estado se lo den, más cómodamente incluso que desde su Waterloo con estanque de patos, desde la misma Moncloa que sigue estando entre reducto de cobarde y picadero de hortera de discoteca.

Es esa democracia en la que dos señores bajo un reloj de cuco pueden decidir que la Constitución queda derogada por la autoridad de su tapete de ganchillo

Las amnistías, explicaba Guerra, se conceden “para borrar el pasado” después de un régimen dictatorial y así “pasar a un régimen democrático”. Pero ahora, continuaba, se trata de que “de un régimen democrático pasemos a uno no democrático”. Yo creo que en este punto podrían aparecerse, con polea y alas de ángel de papel de plata, Yolanda Díaz o Isabel Rodríguez, que sin duda nos dirían, con moquete de plumón, que la democracia es el “diálogo” y el “acuerdo”. Es esa extraña modalidad de democracia de mesa camilla en la que Puigdemont recibe en bata, entre Gran Duque y dama de orfeón, y exige que las leyes no le afecten. Es esa democracia en la que dos señores bajo un reloj de cuco pueden decidir que la Constitución queda derogada por la autoridad de su tapete de ganchillo, que hay que “desjudicializar” sus delitos y que hay que “democratizar” su soberana arbitrariedad.

Es la misma “democracia” que la del procés, claro. O sea, la de gentes amontonadas en las plazas, o votando en cajas de zapatos, impulsadas por una sentimentalidad y un fanatismo que les hace sentirse no ya mayoría sino la totalidad (el “pueblo catalán” es una aspiración de totalidad, no una aspiración democrática), y exigiendo, como totalidad, decidir por todos. Es lo que hicieron en el Parlament, derogando la Constitución con la legitimidad no ya de un día de playa dominguera, sino de una charla de cafetín entre conspiradores envalentonados de pacharán y paragüeros.

Guerra no se asusta como los vejetes, ante los besos en el metro, que siempre parecen grafitis, ni ante los piercings en los ombligos y labios adolescentes, que siempre parecen cornamusas para amarrar. No es cuestión de moda, ni de evolución, ni de cambios de opinión, ni de soponcios generacionales. Ni tampoco se trata de la mera humillación del Estado a manos del prófugo que ha pasado de un lumbago de impotencia al endiosamiento romántico. De lo que se asusta Guerra, como todos los demócratas, vengan de la tortilla socialista o del chaleco de rector de Suárez, es del completo desmantelamiento del Estado de derecho que implica darle la razón a Puigdemont.

Para complacer a Puigdemont, para conceder legitimidad al 1-O y regalarles una amnistía no ya a unos delincuentes sino al espíritu golpista y totalitario que lo inspiró, Sánchez tendría que empezar otro procés, pero desde la Moncloa. O sea, leyes de desconexión de la Constitución, leyes que suprimieran la jurisdicción de los tribunales y la separación de poderes, leyes que permitieran la secesión según el peso sentimental o económico de sus proponentes o del simple interés del presidente discotequero, y leyes que permitieran, en fin, que los políticos, sentaditos como tricoteuses de la Revolución, decidieran sobre la inocencia o la culpabilidad y quizá sobre la vida y la muerte. Leyes, componendas, trucos o sucedáneos, ya veremos, que de alguna manera habrá que disimular.

Puigdemont está dejando a Sánchez la encomienda de su golpe de Estado, de eso se trata. Como revolucionario vago y cobarde, y todos los indepes lo son, Puigdemont no lo llamaba ni golpe ni revolución, sino democracia. Si Sánchez se atreve a seguir el camino de Puigdemont, también lo llamará democracia. Y progreso. Ya lo hace, de hecho. Alfonso Guerra se aparece con su consistencia de fantasma y habla de todo esto a una gente que ya no lo entiende. La gente no sabe qué es la Transición, ni las cornamusas, ni la democracia. Y es con lo que cuentan Sánchez y Puigdemont, que pueden meternos por retambufa un cambio de régimen como otro cambio de opinión.