La caída del Muro y la casi desaparición del bloque comunista cambió el mundo y produjo múltiples efectos. Uno de ellos ha sido la globalización. Efectivamente, las economías de este bloque se abrieron a la economía mundial, bajando los aranceles y el comercio mundial se multiplicó. El gran protagonista fue China, motor de la globalización, culminando el proceso en 2001 con su ingreso en la Organización Mundial de Comercio. Su peso en el PIB mundial ha pasado del 2 por cien en 1990 al 18,6 por cien en 2021.

No solo fue China el beneficiario sino el mundo entero en general, ya que es una época de gran crecimiento económico sobre todo para los países pobres. En 1990 el 40 por cien de la población mundial vivía con menos de 2,15 dólares diarios. En 2019 no llegaba ni al 10 por cien. La gran competencia derivada de la apertura de los mercados produjo una enorme eficiencia, con la consiguiente estabilidad de precios, tanto de materias primas como de productos de consumo. Esto benefició también a los países desarrollados por el aumento de los ingresos reales de sus ciudadanos.

Si en 1990 era normal en muchos países que el 30% de la fuerza laboral estuviese en la industria, hoy no llega al 20% en casi ningún país del llamado primer mundo

El balance ha sido claramente positivo y hace 8 años todos podíamos estar de acuerdo con Fukuyama y su fin de la historia. A pesar de su éxito surgieron perdedores y ellos fueron los primeros enemigos de la globalización. Los más notorios son la industria y los trabajadores industriales de los países desarrollados. Si en 1990 era normal en muchos países que el 30% de la fuerza laboral estuviese en la industria, hoy no llega al 20% en casi ningún país del llamado primer mundo. Son los que “se han quedado atrás” o left behind en inglés. El problema se agrava porque muchas veces esto pasa en regiones enteras, donde no hay crecimiento económico, ni mejora de la esperanza de vida, donde la droga causa estragos y aumenta la delincuencia. El primer freno llega con la llegada de Trump al poder, con su America first, empezando a subir los aranceles para recuperar esa industria perdida. Es curioso que el país capitalista por excelencia sea el culpable de los ataques a la globalización. Por otro lado, la gran subida de China y el carácter despótico de su régimen a partir de la llegada de Xi Jinping empezó a verse como una amenaza. Llegamos a soluciones sencillas para problemas complejos: el culpable de los que se han quedado atrás es el comercio mundial, luego subamos aranceles. La pérdida de competitividad de muchas industrias, las mejoras tecnológicas (comparemos una fábrica de Tesla hoy con una de GM hace 30 años) o la incapacidad de formar y reciclar a los que han perdido su trabajo no se tienen en cuenta.

El segundo gran hito empieza con el cambio climático. Después del Acuerdo de París de 2015 los gobiernos, sobre todo europeos, empiezan a ser muy conscientes de que deben impulsar la descarbonización, fomentando las energías limpias, incentivando las energías renovables con subvenciones crecientes a su instalación. Ahora bien, después de un tiempo empiezan a darse cuenta que ese gasto no se traduce en empleo, por lo que ven que tienen que hacer algo y ese algo es la política industrial. Desde 2020 el mundo, aunque básicamente los países desarrollados, se ha gastado 1,3 billones de dólares en fomentar las energías limpias.

El tercer desencadenante en la lucha contra la globalización es la pandemia. Por un lado, los gobiernos gastan mucho más, interviniendo en la economía de una manera que hacía muchas décadas que no veíamos. Por otro surgen los llamado problemas en las cadenas de suministro, es decir, desabastecimiento de productos básicos. Empezó con las mascarillas y los respiradores y siguió con muchos más, como los semiconductores o chips. Surgen cuestiones de seguridad nacional y los gobiernos se plantean que se depende en exceso de un país, China, con el que, encima, las relaciones no hacen más que deteriorarse. Es necesario diversificar las fuentes de suministro y recuperar parte de la producción. La solución es, de nuevo, la vuelta a la política industrial, abandonada a las fuerzas del mercado desde la globalización. ¿Quién se puede oponer a hacer que las cadenas de suministros sean más resistentes, ayudar a las zonas que se han quedado atrás, tener una economía más “sostenible” y enfrentarse a China? La política industrial vende y los políticos la han comprado. No importa que la realidad sea diferente de cómo nos la pintan. Las cadenas de suministros no han dejado de funcionar. Lo que ha pasado es que hemos demandado bienes que no se habían producido porque estábamos recluidos o que su demanda ha crecido desmesuradamente, a pesar de lo cual los mercados han reaccionado rápido y bien. Tampoco se aprende del pasado reciente, como en EEUU que en 1987 estaba preocupada porque la producción de semiconductores se iba a Japón y el gobierno dedicó recursos a subvencionar la producción local. Acostumbrados al aumento del gasto ayudando con subvenciones a empresas, continuemos con ellas para solucionar los problemas que han aflorado con la pandemia y antes. La realidad es que las políticas industriales reducirán el comercio mundial, crearán un mundo más ineficiente y desigual y provocarán una crisis de deuda. Y no podemos olvidar que el libre comercio es un antídoto contra las guerras.