Koldo se había vestido de entierro, con el traje de boda de los muertos en vida o en domingo, con ese traje delator de los que han muerto con chándal o con mono. A lo mejor así nos creíamos más que era sólo un oficinista o un operario muerto, como un reparador de ascensores que tuvo un accidente y se presenta con su última dignidad de muerto obrero, con cuello blanco y corbata roja, con un look casi de campaña, casi presidencial, casi de Sánchez. Claro que ni los reparadores de ascensores, ni los porteros de güisquería, ni los chóferes con licencia para descalabrar suelen mediar entre administraciones con el negocio y el cacho seguros, y si lo hacen son otra cosa. Koldo, vestido ya de dignidad de muerto, como un samurái voluminoso y conchudo, no contestó ni se defendió, o sólo se defendió ofendiéndose, que es la peor manera de defenderse, sobre todo para el inocente, que suele preferir rebatir las acusaciones. Koldo prefería protegerse con la postura de su cuerpo, como un pívot soviético, como un Tkatchenko incómodo, torpe, que pelea más por mantener la dignidad dentro del traje que por demostrar nada ni provocar nada, siquiera pena.
Koldo, digno y emperifollado como una viuda de Ábalos, o como el cura acusado de meter la mano en el cepillo o en la feligresía, iba con entierro y con crucifijo, con desaire y con bamboleo, que desde luego es más fácil que ir con papeles y con defensa. Está claro que a alguien que está en un proceso judicial no le conviene hacer ahora una mala defensa ante los políticos y los plumillas, que necesitan caza todos los días, sino una buena defensa ante el juez. Pero lo cierto es que a nadie le sienta bien tampoco aparecer en las comisiones, ni en ningún sitio, llorando por los bolsillos, sangrando por la corbata, pataleando bajo la mesa, moqueando las mangas y mirando de reojo al personal así como entre la espera del juicio de la historia y la espera bajo una farola. Es más, para alguien que se considera “muerto mediáticamente”, a Koldo se le vio poco interés por resucitarse de entre los gruesos maderos de su cristología de buen socialista y buen ciudadano obligado a dar pelotazos por el bien común.
Koldo, grande, dolorido y un poco ridículo, como un elefante con una astilla, la verdad es que no da la imagen del mártir, la imagen que da es la única que puede dar: la del que está haciendo tiempo con el abogado y con el sastre, a ver cómo van llevando la cosa
Koldo, con traje de pedir la mano o un crédito, hace un mártir un poco comodón, o muy poco convencido, o muy poco convincente. Según nos dijo, ya no puede ni ir por la calle, y uno se lo imagina como en aquella foto de la entrevista de El Mundo, arrumbado por los descampados como una lavadora vieja, como un tresillo desfondado. Y, sin embargo, a mí esta muerte social entre peñistas de bocatas con papel Albal me parece un martirologio muy leve, casi ofensivo como martirologio. Al menos, para un ciudadano con tan alto sentido de la moral y del sacrificio, capaz de dedicarse a buscarnos mascarillas desde su humilde puesto de estampahostias oficial y correvedile ministerial, y aun sabiendo que hacer negocietes con dinero público entre administraciones de tu partido iba a resultar, por lo menos, sospechoso. Yo hubiera esperado otra cosa de este Koldo desinteresado, afranciscanado, con su cosa de Fray Papilla del Ministerio de Transportes. Hubiera esperado, siquiera, un poco de comprensión hacia los políticos, funcionarios y periodistas que, claro, lo normal es que sospechen y pregunten, no que lo absuelvan nada más verlo llegar a la comisión igual que a la feria de ganado, como cantaba Kiko Veneno.
Koldo, grande, dolorido y un poco ridículo, como un elefante con una astilla, la verdad es que no da la imagen del mártir, ni del servidor público, ni del gorila de Mortadelo, ni siquiera del bedel despistado, dormido entre alfombras como en un belén ministerial. Y, en todo caso, no puede serlo todo a la vez, que el mártir abnegado no cuadra con el gorila dolido, ni el servidor diligente cuadra con el dormido o el despistado. La verdad es que la imagen que da es la única que puede dar, la del que está haciendo tiempo con el abogado y con el sastre, a ver cómo van llevando la cosa. Lo de sacar de la bolsa de los refranes, como quien saca un queso, eso de “cree el ladrón que todos son de su condición”, a mí me pareció la defensa sin defensa de un ladrón real de quesos o de jamones, como en Morena clara. Aunque Koldo estuvo todo el tiempo esperando al juez como a un justiciero de su inocencia, como un juez con pistolas del Oeste, la verdad es que cualquiera hubiera intentado dejar al menos una explicación o un escape, que cuanto más preocupado está uno por su defensa futura más complicado es para los demás ir creyendo en su inocencia pasada. Puede que no le interesara o puede que, simplemente, no tuviera manera.
Koldo iba muerto en vida, iba crucificado en traje de oficinista e iba llorando por dentro de su piel como el elefante cojo de cerbatana. El gorila no da para mucho, después de todo, ni siquiera para darse cuenta de que no se puede exigir que los demás vean una clara injusticia donde lo que hay son muchas dudas y evidentes y gravísimos indicios. Koldo no contestó, no se defendió, sólo puso su corpachón allí, a hacer como el ruidoso centrifugado de la lavadora vieja, con la goma y el cajoncillo flojos, con la que se cita ya en los parques o en el futuro. No es que Koldo se declarara inocente, que es normal que lo haga. Es que parecía decirnos que nuestro deber es creer en su inocencia. Y nadie, ni su propio partido, lo cree. Es imposible creerlo, al menos con lo que conocemos. Quizá Koldo hizo lo único que podía, a ver si con el ataque de dignidad y de corbata nos olvidábamos de que nada puede explicar que él haya estado donde estuvo haciendo lo que hizo. Nada puede explicarlo, quiero decir, salvo lo evidente. Koldo no podía ir a la comisión de otra manera que de entierro.
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