Hacía tiempo que no leía en la prensa el nombre de Máximo Huerta, exministro de Cultura (brevísimo), escritor y periodista, pero por sorpresa volví a toparme con él este jueves, asociado al siguiente titular: “La dura reflexión de Máximo Huerta mientras cuida de su madre: ¿Quién se ocupará de los que no tenemos hijos?”.

Vino a mi cabeza entonces el cuadro de Caravaggio. San Pablo en el suelo, a los pies de su caballo, desmontado... amenazante. He ahí un converso. Alguien que ha podido traspasar la barrera del discurso imperante para descender al terreno, donde los eslóganes que defienden los partidos se perciben como realidades deformadas y hasta paródicas, dado que describen un presente que no existe y un mañana que no es para nada alentador.

La reflexión de Huerta es acertada porque incide en un debate tan incómodo como doloroso, y es el de la juventud y el de la vejez, que se ha resuelto durante las últimas décadas con la ausencia de pragmatismo que caracteriza a los populistas, que son quienes siempre tienen en boca términos como 'democracia', 'patria', 'derechos' o 'libertades', pero que, en realidad, dedican sus mandatos a esquivar las grandes cuestiones mientras engordan sus sistemas clientelares, cuando no a responder a intereses más que cuestionables. En un mundo occidental en decadencia, este fenómeno es generalizado. También en España.

El resultado es que se pregonan con megáfono los movimientos más mínimos del Estado -138 millones en publicidad institucional-, pero se silencian aspectos que cuestionan la efectividad del gasto, como el hecho de que la tasa de pobreza no descienda por debajo del 20%; o el más evidente de todos, y ante el que más ceguera tiene cierta izquierda, y es que las ayudas públicas, si no son temporales y juiciosas, terminan por aniquilar la competitividad de sectores y regiones enteras.

También se anuncian con sordina, por ejemplo, instrumentos como el denominado 'mecanismo de solidaridad intergeneracional'. No creo que nadie (o casi nadie) esté en contra de la existencia de unas pensiones dignas, pero llaman la atención dos cosas: la primera es que se escurra de una forma tan evidente el bulto sobre su sostenibilidad cuando se jubile la generación boomer.

La segunda es la relacionada con cómo afectará el encarecimiento de la factura del Estado a la vida de los jóvenes, con quienes la sociedad contemporánea tiene una enorme falta de empatía. No hay día en el que no se escuche el testimonio de uno a quien su casero, bien pagado con una pensión pública, le ha subido el precio del alquiler en dos dígitos porque la zona se ha revalorizado. Quizás es el momento de afrontar algunos debates incómodos a este respecto para evitar que se agrande la fractura generacional.

Una pobreza sobre la que se pasa de puntillas

Todas las generaciones han afrontado problemas y penurias, pero resulta llamativa la poca presencia que tiene en el debate público la problemática de los jóvenes, que han perdido el 20% del poder adquisitivo durante los últimos 15 años y que encuentran un mercado laboral roto en España, con la mayor tasa de paro de la Unión Europea. Se emancipan tarde y mal; y por el camino descubren nuevas y 'muy modernas' formas de pobreza.

Entre co-living, car-sharing, public laundry y paseos por las tiendas Humana, afianzan poco a poco la idea de que la posibilidad de tener una vivienda es escasa. De hecho, la observan como quien ve ascender un globo hacia el cielo tras haberse escapado de su mano.

Mientras tanto, el presidente habla del "cohete" de la economía y los adultos más egoístas les acusan de gastar su dinero en nimiedades.

La vejez y sus problemas

He aquí un problema generacional, pero no el único, dado que Máximo Huerta apuntaba hacia la vejez y lo hacía con cierto. Quizás con la extrañeza que produce el comprobar que hay asuntos que incomprensiblemente se orillan en el debate público, como el del cuidado de los ancianos. De los abuelos primero y de los padres cuando envejezcan y obliguen a sus familias, de 1 ó 2 hijos, a hacer auténticas virguerías existenciales para atenderlos.

Es curioso cómo partidos como Sumar abordan el tema de la salud mental de una forma tan facilona y simple, pero obvian el efecto que causa en los ciudadanos esta cada vez mayor cercanía a la 'quiebra social'. La que componen el talento que emigra -cada vez más-, la dificultad para acceder a lo básico, la complicación para ejercer los cuidados y la desfachatez de un Estado que engorda el gasto, castiga a los que aportan y reparte somníferos de poca utilidad a las clases pasivas para que no se revuelvan.

Se preguntaba Huerta quién nos cuidará a los que vivimos solos y el debate es inteligente. A lo mejor es el momento de volver asumir la evidencia de que el individualismo extremo conduce en el medio y el largo plazo a dependencias excesivas. El gregarismo, como herramienta biológica, todavía tiene sentido.

A lo mejor ya no es necesario que el 'sujeto' obtenga el respaldo del clan durante una helada, o en mitad de una ola de calor, para obtener sustento y protección, pero quizás detrás de lo que relata el excelente documental La teoría sueca del amor hay una realidad que ha sido obviada durante décadas, y es que, cuando envejecemos y decaemos, dejamos de poder valernos por nosotros mismos. ¿Qué hacemos pues? ¿Le pasamos el muerto al Estado, que ya paga los sobrecostes en pensiones o sanidad de tener una población envejecida? ¿O creamos un tejido de solidaridad?

El mayor error que han cometido los hombres a lo largo de su historia es el de creerse el centro de todas las cosas y, a partir de ahí, invencibles. Zweig escribió que el progreso científico de las sociedades decimonónicas otorgó a los seres humanos una falsa idea de inmortalidad que tuvieron que desterrar en 1914, cuando comenzaron a aniquilarse por cientos de miles, en otro conflicto cainita. Pensar que el individuo puede desarrollarse sin necesidad de nada ni de nadie fue un error -nihilismo absurdo-, del mismo modo que lo fue el considerar el Estado como un ente benefactor de alcance infinito. Todo eso lleva a la quiebra social y a que se agranden fracturas como las que amenazan estos días a los viejos y a los jóvenes.

¿Invencibles?

Es curioso cómo quienes se caen del guindo y se sobreponen a los efectos del discurso doctrinal y partidista, imperante en la prensa y en las conversaciones de barra de bar, acaban por descubrir que, pese a que nos dijeran lo contrario, somos débiles y, a veces, dependientes. Todo esto es la consecuencia de haber pasado de largo sobre las dos cuestiones más relevantes que deberá resolver España en el futuro, que no tienen que ver con nacionalismos, igualitarismos y demás religiones de sustitución. Son las relacionadas con los jóvenes y los viejos; y con cómo se las apañarán para sobrevivir en condiciones que serán más hostiles en el futuro, por mucho que la propaganda transmita lo contrario.

Acaba de estrenar RTVE un documental fantástico, duro, cruel y desasosegante sobre la realidad de los ancianos en Japón, una sociedad envejecida en la que se reproducen algunas inquietantes lacras de esta era de tecno-feudalismo que parece que poco a poco se abre paso. En el reportaje se observa cómo los ancianos trabajan hasta más allá de los 80 años y roban para comer o para que les condenen a una pena de prisión. Allí, en la cárcel, tienen comida y techo garantizado, aunque convivan entre criminales.

Máximo, creo que te quedaste corto.