Felipe VI ha cumplido diez años de reinado y quizá por eso el Gobierno lo deja solo en los viajes, como un niño mayor que ya va al campamento de verano. Al rey solo, al rey un poco en pantaloncito corto, como un boy scout, se lo podría comer un oso o se lo podría comer Putin, que anda cerca de aquellas repúblicas bálticas mirando con nieve en las cejas y hambre de trampero. Pero, sobre todo, es que un rey no puede hacer política, ni exterior ni interior, ni de defensa ni de ataque, sólo hace protocolo, ornamento y discursos a los leños de la Navidad. El Gobierno ha dejado al rey allí, solo y sólo con el pantaloncito y la armónica constitucionales, cuando se trata de hablar de baterías antiaéreas o de cepos de oso, que en realidad no es lo suyo aunque se nos vista de Capitán General de cornetas y tambores. La sorpresa o el enfado de la Casa Real no es porque el rey no haya llevado acompañante o carabina, ni porque lo hayan dejado sobre lagos de hielo y afiladas cordilleras geopolíticas solo con una muda y una linterna, sino porque saca al rey de su sitio y un rey fuera de su sitio no es rey.

Si el rey debe viajar con alguien del Gobierno no es para que el ministro le lleve la chistera, sino para que mande el ministro, para que se vea que el rey en estos viajes sólo pone sonoridad y buena planta, y que no decide nada, menos sobre cazar osos o plantar tanques. El rey estaba allí, por las gélidas repúblicas bálticas, fuera de su sitio como un gran piano de cola en una montaña, sin saber si era rey o un mueble abandonado. Un rey constitucional no puede estar fuera de su misión constitucional, digamos que las branquias de sus corbatas o de sus charreteras sólo le sirven para respirar en los discursos de obviedades democráticas y en las soperas del ceremonial democrático. Fuera de ahí, cuando no tiene obviedades ni valses y se pone mocasines, ya es un particular como cualquiera en mocasines. El rey así, solo en estas misiones o marrones, entre político y turista, entre rey y particular, como un rey con sable y mocasines, no sabe muy bien ni qué decir ni cómo respirar.

Al rey lo han dejado solo haciendo geopolítica en el abismo, y yo no sé si es torpeza, despreocupación o mala intención del Gobierno. Quizá los ministros están muy ocupados tuiteando desde los retretes con cataratas de los ministerios, o cazando periodistas o toreros como rinocerontes de mágico y valioso cuerno, o confiscando avaramente las medallas de estudiantina o tómbola que Ayuso le da a Milei o a quien le da la gana. O quizá a estos republicanos de estampita el rey les molesta y por eso lo mandan, apenas tiene la edad (10 años de reinado como 10 años de columpio), por ahí de campamento achelense o de internado descorazonador, a que se le quiten el madreo y la esperanza. Yo no sé si Sánchez está pensando en ir haciéndole mobbing institucional al rey, que sería algo inaudito pero yo no lo descarto, conociendo al personaje. Quizá a Begoña el único diploma que le falta es el de reina con flor de lis, que ya es presidenta con flor de té y empresaria con flor en el ojal.

Sánchez no sabe qué hacer con el rey porque no sabe qué es un rey constitucional

Quizá, además o en lugar de todo esto, lo que ocurre es que Sánchez no sabe qué hacer con el rey porque no sabe qué es un rey constitucional. Igual que no sabe qué hacer con la Constitución, si quemarla o reescribirla él como otra carta a la ciudadanía o a su querido diario, porque no sabe qué es la Constitución. Ahora que tertulianos de la cuerda, ministros con tamponcillo de bulos y hasta el propio Sánchez en sus entrevistas en albornocito se empeñan en decir que “la soberanía popular” (sic) reside en el Congreso, o que los jueces no pueden condicionar la democracia, me topé con estas declaraciones de Manuel Aragón, exmagistrado del Tribunal Constitucional: “En un sistema constitucional, ninguna institución es soberana, ni siquiera el Parlamento. Todas tienen su poder limitado por la Constitución (…) Si esto no fuera así, la Constitución sería una página en blanco”. Esto, que es una obviedad, en el sanchismo constituye una blasfemia o un desafío. Y, como obviedad, parece más materia para discursos del rey a los ciudadanos, los embajadores o los leños que para el debate de sesudos juristas. Quizá Sánchez quiere hacer mobbing a Felipe VI porque nuestro rey sólo puede decir obviedades democráticas, y esas obviedades constituyen la mayor refutación del sanchismo y el mayor peligro para su proyecto cada vez más autocrático.

Este rey, no por lo que puede hacer sino por lo que no puede hacer, es, por lo obvio, por lo simple y por lo simbólico, quizá lo más peligroso a lo que se enfrenta ahora este sanchismo sin ley y sin límites

“Si el Parlamento fuera soberano, eso significaría que la mayoría parlamentaria sería soberana, y eso no conduce a la democracia sino al despotismo, que no deja de ser despotismo porque sea el despotismo de la mayoría”, decía Manuel Aragón como el que dice el abecedario o canta las declinaciones. Es tan obvio que resulta revolucionario. Igual que es obvio que el rey tenga que ir acompañado, que ya dice la Constitución (quizá innecesaria para el sanchismo) que “los actos del Rey serán refrendados por el presidente del Gobierno y, en su caso, por los ministros competentes”. Mandar al rey solo, con un saco de dormir, una radio de galena y Putin delante desollando corzos, no es una mera descortesía sino que obliga al rey a salirse de la Constitución, a no ser rey constitucional sino otra cosa, quizá rey sanchista, quizá un rey que se comporte como haría Sánchez si fuera rey, o sea lo que hace Sánchez ahora, sin más.

Un rey que sólo dice obviedades constitucionales, que sólo puede ejercer de rey, incluso para un viaje en fragata o en góndola, si va acompañado no ya de un ministro gondolero sino de la Constitución; un rey que es el primero en ir demostrando, con sus pequeños pasos y su pequeña autonomía, como un niño de 10 años, que sólo es rey por la Constitución y mientras cumpla la Constitución; este rey, no por lo que puede hacer sino por lo que no puede hacer, es, por lo obvio, por lo simple y por lo simbólico, quizá lo más peligroso a lo que se enfrenta ahora este sanchismo sin ley y sin límites. A lo mejor por eso algunos están deseando que al rey Felipe se lo coma un oso, y a eso casi lo están mandando ya.