Que yo recuerde, Eurovisión siempre fue política. Uno lo prefiere, antes que pensar que la música es esa pelea de pokémons que vemos ahora, o esa flecosa colección de jingles pegajosos y folk de cobertizo que veíamos antes. Nadie se salva: ni Abba, una banda de majorettes; ni Mocedades, un conjunto de parroquia; ni Cliff Richard, que sólo parecía vender entradas para el circo; ni Domenico Modugno (la canción melódica italiana es lo único peor que la canción melódica española). Menos aún Melody, entre el aerobic, el balconing y la muñeca Rosaura. Eurovisión es política y por eso Franco se quería vengar de Europa y del mundo con sus cantantes enjaezadas como jacas, igual que se quería vengar con sus futbolistas con grandes calzones de boxeador feo, chato y pobre. Eurovisión es política, y la prueba es que siempre montamos una conspiración con el festival, en vez de ignorarlo como se ignoraría un concurso de caniches. Claro que Eurovisión no había sido tan político desde Franco, sin duda porque Sánchez también anda con venganzas o distracciones yeyés.
Eurovisión es política y se vota por amistades tribales, por amarrijos históricos y por afinidades guturales, más una pequeña participación de la envidia o del fetichismo por la trenza, el muslamen, el ombligo o el rugir de los participantes, siempre al borde del salto del tigre o de la caidita de Roma. Y ya digo que uno lo prefiere, porque una vez que hemos dado por perdida la música podemos centrarnos en la política, que todavía nos queda la esperanza de salvar o al menos de entender. Si no fuera por la política sólo nos quedaría hablar del cabaret, o hablar de nuestra Melody, más gimnástica, erótica o guerrera que musical. Para la gimnasia con mucho maquillaje ya está el Circo del Sol, para el erotismo con cabriola ya está la barra de estriptis, y para las mujeres guerreras ya está cualquier retransmisión de deporte femenino. Pero dónde vamos a encontrar un día y un lugar en que se hace geopolítica popular a la vez que geopolítica de Estado, en que nos damos cuenta de qué quieren proyectar nuestros gobernantes hacia fuera y qué opina de esas proyecciones el personal que emite su televoto como un ajuste de cuentas.
Franco en realidad no mandaba ni yeyés ni melodistas, sino niñas de comunión y curas con guitarrita, siempre para dar la catequesis del Régimen. O sea, monjas modernas y curas modernos que no dejaban de ser monjas y curas, pero más vendibles en Europa, como si fueran Sor Citroën. Sánchez, como Franco, también manda siempre con Eurovisión un mensaje ideológico falsamente yeyé, si hay teta con la teta y si hay ausencia de teta con la ausencia de la teta. Melody estaba un poco por ahí en medio, entre teta contenida y liberación clásica de sostén (el empoderamiento femenino primigenio es sexual, ésa fue la primera lucha, el derecho a la sexualidad, y todo el divismo y la energía de Melody es sexual, la reclamación del derecho a la energía sexual, y perdón por ponerme psicoanalítico y algo grimoso, a lo Slavoj Žižek). Melody, un poco torera con capote de bandera y un poco fantasía tardoinfantil, como Xuxa o Teresa Rabal, no le servía de mucho a Sánchez. Pero sí le servía Israel. A Eurovisión nosotros no mandamos a Melody, sino el cartelón negro de TVE sobre Gaza.
Eurovisión no había sido tan político desde Franco, sin duda porque Sánchez también anda con venganzas o distracciones yeyés
A Eurovisión, por delante, negro y flamígero como un estandarte de Viernes Santo, iba el cartelón de TVE sobre Gaza, o los varios cartelones y comentarios. Muy por detrás iba Melody, con su furia femenina pero sobre todo española, esa furia española que usualmente fracasa aparatosamente, heroicamente, navalmente, contra los elementos o contra los enemigos históricos o eternos, como cuando éramos malos y brutos en fútbol, o malos y brutos en todo lo demás también. Ésa es la dimensión política o cultural de la actuación de Melody, la esforzada diva trágica de la España trágica, o la excusa trágica de la trágica España que sólo se excusa. Pero la principal propuesta política de España para este festival de Eurovisión era otra, era ese cartelón. Y en Eurovisión, que es más político que musical y hasta que drag, lo que pasó fue que a España la juzgaron políticamente y a Israel también. Las proyecciones oficialistas dieron una cosa y el televoto, especie de democracia de mesa camilla y calentón, dieron otra. O sea, apoyo a Israel, incluso en España. Apoyo político, por supuesto. Y, por la misma razón, habrá que decir, pese a alimentar el drama nacional, que castigo a nuestra diva interpuesta.
Eurovisión es política, menos mal. Si no, estaría uno hablando de Melody como de la Cavalieri, una diva también de mucho gorgorito y mucha sensualidad (parece que fue amante de Salieri y quizá también de Mozart, o al revés). Melody seguro que no es comparable a la Cavalieri, quizá se parece más a aquella otra cantante, tan mala que el guasón de Rossini le compuso un aria con una sola nota, la única decente de toda su tesitura. Eurovisión es política, menos mal, si no imaginen escribir una columna en este plan. Eurovisión es política, así podemos darnos cuenta de lo que pretenden proyectar Sánchez y otros, y de lo que les va contestando la gente, al menos un sábado algo tonto, mientras se pelean divas con cresta y cabareteros de Fosse de instituto (en todos los institutos ochenteros creo que hicieron lo de la sillita de Liza Minnelli o lo del tintineo de huevera de Joel Grey).
Eurovisión es política, menos mal, así nos damos cuenta de cuándo los políticos nos la intentan colar mandando a sus monjas, sus ligones o sus joteros, como Franco, o a sus monjas, sus ligones o sus joteros, como Sánchez. En este sentido, Eurovisión es más útil que Los 40 principales y funciona mejor que el CIS. El conflicto árabe-israelí no puede tratarse de manera tan simple ni maniquea (remito a otras columnas mías sobre el tema), pero el cartelón de TVE no pretendía ser ni su resumen ni su solución. El cartelón era sólo la propuesta de Sánchez para este año, que parece que no había teta, ni mucha ni poca, a la que agarrarse, justo cuando más falta le hace agarrarse a algo.
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