Hemos vivido otro de esos días protohistóricos que recordaremos por todo lo que no pasó. Ni se convocaron elecciones, ni se declaró la independencia ni se aplicó el artículo 155. De momento, Carles Puigdemont solo ha ganado y hecho perder algo más de tiempo.

Amanecía la jornada con el president de la Generalitat en el papel de traidor a ojos de las filas independentistas porque de sus reuniones de madrugada en la Generalitat trascendió que lo más probable era la convocatoria de unas elecciones. El diputado Gabriel Rufián le acusaba de buena mañana de haberse vendido por 155 monedas.

Y no mucho menos miedo que la aplicación del 155 le debió de dar a Puigdemont la llamada de la CUP para llenar la Plaza de Sant Jaume de manifestantes indignados si daba un paso atrás. Iban a recordarle a las puertas del Palau de la Generalitat que su revolución va a ser pacífica siempre y cuando no se les lleve la contraria. Y eso era justo lo que planeaba Puigdemont.

Así que cuando a esa hora tan torera que son las cinco de la tarde comparecía el todavía president desde el Palau de la Generalitat, en Madrid se reunía en el Senado al que en el último momento había hecho la cobra Puigdemont. Desde Barcelona alegó que no tenía suficientes garantías para convocar elecciones en Cataluña. Vamos, que no tenía el valor de enfrentarse a sus consecuencias.

Porque para llevar a cabo una rebelión que puede llevarte a la cárcel hace falta tanto valor como para atreverse a traicionarla en el último momento. Y al final ni lo uno ni lo otro. Ha sido ponerle entre el 155 y la pared y el president ha demostrado que no es ni el Mesías del procés ni tampoco su Judas. Es el Pilatos que a falta de talla para responsabilizarse políticamente de sus actos se lava las manos delegando en el Parlament que decida el siguiente paso. Sería poético que esto acabara como empezó, con un helicóptero rescatando al president de la Generalitat.