Pedro Sánchez le puso una plantita a Torra. Eso fue todo lo que hizo. Su flor de trapo de Navidad, su muérdago campanillero, su ofrenda de pastorcito de coro. Ante la matonería de Torra y Puigdemont, que no cejan en sus guerras de banjo y casaca; ante las hogueras de caucho y de leyes por las calles; ante el cerco no a un Gobierno, sino al Estado, Sánchez puso una plantita. Habían colocado unas plantas amarillas en su encuentro, tras ellos, y el protocolo de Moncloa, la inteligencia militar, los servicios secretísimos de Sánchez (esos que pueden hacer desaparecer de la historia la boda de su cuñado por cuestiones de seguridad nacional), toda la fuerza del Estado de derecho, en fin, se unieron para poner otra plantita roja al lado. Su valentía se quedó en poner una plantita. Tanto porte de marine astronauta y monster truck, entre estelas de aviones y tubos de escape con llamaradas lacadas, para eso.

Torra tuvo el jueves su foto a lo Forrest Gump, o sea con un presidente figurante, fake y gafado. Y se fue con esa imagen de legitimidad, igualdad y casi recreo que convertía su subversión en una especie de olimpismo de gentlemen tenistas. Y, sobre todo, consiguió el triunfo de una declaración vergonzosa, llena de eufemismos macabros, como aquellos textos remitidos a Egin que llegaban con caligrafía de lápida. Esto era ya suficientemente humillante, pero además, este 21-D, el independentismo logró imponer, definitiva y brutalmente, la realidad: que la fuerza es lo que les mueve, lo que los sostiene y lo que les sirve, y que cuanta más fuerza aplican, más se aviene Sánchez a entrar en su belén haciendo de caganer o de portador de un cántaro.

La pancarta de la manifestación de la tarde decía, sin ambigüedad, sin eufemismos, “tumbemos el régimen del 78”. A lo mejor quieren decir que van a acatar la Constitución. A lo mejor una flor de loto o de payaso les para

Estaba la fuerza de las barricadas, de los adoquinazos, de los puños dejándoles la carta de ajuste en la cara a los reporteros, sí. Pero luego estaba esa otra fuerza invisible, como la que mueve a las desgracias, como la que agita las cortinas con el propio miedo. Y era ésa la que producía escalofríos. Esa fuerza hacía que Carmen Calvo, que llegaba caminando con otros ministros por unas calles vaciadas, como un escenario del fin del mundo, hablara de “normalidad”. Y hacía que Batet y Celaá, con su expresión perpetua de catástrofe a cámara lenta, vieran todo aquel caos y aquella genuflexión como un éxito que “encauzaba la salida del conflicto”. Era la fuerza que había borrado la Constitución de la declaración y dejaba eso de “seguridad jurídica”, que no sólo no es lo mismo, sino que se refiere a lo contrario, a una seguridad jurídica alternativa, la que los secesionistas siguen viendo en su república y en la contumacia de los hechos. ¿Cómo va a invocar alguien Eslovenia para, al día siguiente, acatar la Constitución como si Mariló Montero jurara bandera? Una fuerza, en fin, que hacía, en la práctica, que Sánchez aceptara el relato, la interpretación, la ambigüedad y el tiempo del secesionismo y sus intereses.

Mientras los CDR se empeñaban en un gamberrismo atómico y la manifestación de la tarde procesionaba como esperantistas de la negación de la ley, la razón y la libertad, yo me fijaba en otra cosa. Yo me fijaba en esa fuerza capaz de extraer el aire de la realidad y dejar al Gobierno de Sánchez ahí, como con escafandra, boqueando dentro de una atmósfera de veneno y cinismo. Es, desde luego, una fuerza excesiva para unos reos condenados a la desesperación o a la cárcel, a vagar como un músico loco por la Europa de las plazas y las televisiones o por la M-30 del Congreso, mirándose en sus espejos de vampiro dieciochesco. Sí, esa fuerza no puede ser del monjil Torra, ni del sombrerero loco Puigdemont, ni de la calle sublevada un día con ladrillos y otro con brochas gordas, ni siquiera de los votos contados con los ojos de la democracia vendados. La conclusión es que esa fuerza la otorga el propio Sánchez. O que la debilidad de Sánchez hace fuerte a cualquier mariposa de alas atigradas.

Sánchez puso una plantita, contestó a Torra sólo con una plantita, y ya no hubo nada más. Enfrente, claro, se dieron cuenta enseguida. Si ante la guerra declarada, aclamada, rezada, deseada, alguien te coloca una maceta, como una madre cantando en el patio; si vienen a recibirte ya con la flor puesta de la tumba, vestido de boda para la tumba; si te han dado la razón usando tu lenguaje y tu batuta y sólo te han contrariado con una flor de ganchillo, entonces ya no hay guerra, sólo rendición. Sánchez había venido a rendirse. Y ni siquiera a cambio de algo. Creo que ni de tiempo, porque cada día, con cada burla o vileza, se le acaba más rápido. Sólo ha conseguido humillación. Voluntaria humillación. Gozosa humillación. La pancarta de la manifestación de la tarde decía, sin ambigüedad, sin eufemismos, “tumbemos el régimen del 78”. A lo mejor quieren decir que van a acatar la Constitución. A lo mejor una flor de loto o de payaso les para.