En el ascensor, instrumento de tortura, horca doméstica y metáfora del viaje de la vida, se encuentra toda esa España incómoda del vecino ruidoso, la vecina cañón, el compañero cansino y ese jefe que aparece como tu suegra, con el pan y el peligro entre sus manos recaderas. Pablo Iglesias y Santiago Abascal se han encontrado en el ascensor del Congreso y eso los ha hecho más españoles a los dos. El ascensor te hace más español que el caballo de bastos, que una casete de Arévalo y esas cosas de Abascal. El ascensor te hace más español que la suma de todas las plurinacionalidades españolas, que todo el antifranquismo amomiado y esas cosas de Iglesias.

El ascensor es España y es la política. Con estrecheces, olores y prisas, con obligaciones sin ganas, con conversaciones de besugo, con adivinaciones meteorológicas, con mentiras para abreviar, con asma de gente diferente, con pelos atacando y alientos aún sólidos de su bocado, más ese tiempo de largo semáforo que te queda para huir de allí hacia tus propios fines. Por supuesto, Iglesias y Abascal se encontraron, se saludaron y hablaron de chorradas, como cualquier vecino. En un ascensor sería imposible la guerra. Habría que ser muy incívico. Sólo por eso un ascensor no es del todo España, ni del todo la política.

Los políticos exageran sus peleas, como luchadores mexicanos. Son más salvajes los seguidores, la tropa, que los diputados rivales que terminan juntos en el bar del Congreso

Abascal, cojo por una lesión deportiva, cojo como un toro cojo, iba con muletas. Iglesias le recomendó ir al fisio y Abascal le contestó que no ha ido todavía porque “los vascos somos así”. Con esto se va aprendiendo parlamentarismo y también a relativizar o recalibrar la “banalidad del mal” que decía Hannah Arendt. O sea, ver que el “fascista” parece sólo un colega de gimnasio y que el “comunista” te recomienda un médico o una menta poleo con miel y limón. Los políticos exageran sus peleas, como luchadores mexicanos. No es que no haya pasión ni convicción, sino que asumen que también hay guión e intereses comunes. Son más salvajes los seguidores, la tropa, que los diputados rivales que terminan juntos en el bar del Congreso, tomando copas a precio de risa, cosa que une también mucho.

Iglesias y Abascal no sólo viajaban en el mismo ascensor, ni en el mismo baúl de acordeonista que parece el Congreso, sino que viajan en el mismo negocio. No ya el de la política en general, sino el de esa política suya en particular. Los dos se han tocado ahora al darle al botón del piso o al saludarse con calambre, pero ya se tocaban desde mucho antes. Vox y Podemos son los dos extremos que se alcanzan cuando ya se le ha dado la vuelta a todo lo demás. Comparten la política del cabreo, del destino, de las esencias, de la salvación, de la rectilineidad, de la inmediatez, de la simplicidad y del gran vozarrón de despertar al pueblo a campanazos (los dos reclaman que se le devuelva al pueblo la política, la dignidad y otras cosas entremezcladas, confusas o intercambiables).

Iglesias y Abascal son dos populismos que se diría que únicamente se distinguen en si se dejan pelo por arriba o por abajo

Los dos tienen una elaborada santería de mitos y dogmas, siempre muy antiguos y muy malinterpretados, y un bestiario de enemigos ridículos o caricaturizados a los que señalan como culpables de todo. Algunos de estos enemigos son comunes, como los medios de comunicación, desde los grandes grupos multimedia a pobres plumillas como esbirros esmirriados. No puede haber conspiraciones para todos, así que a veces parecen competir por la misma conspiración, igual que compiten por el mismo cabreado, el mismo desesperado, el mismo dueño de caravana cochambrosa. Iglesias y Abascal son capaces, incluso, de predicarte la Constitución, aunque sin coincidir en ningún versículo. Son los opuestos que han llegado a mezclarse, a confundirse, allá por las penumbras de todas las ideologías, donde hay política, mancia, desilusión, soledad, frustración y pereza. Están en el extremo de las ideologías como en el extremo de la TDT, junto a horoscopistas y líneas calientes, mezclados sus orgasmos fingidos y sus centauros baratos, o al revés. A veces, sólo los separan matices meramente folclóricos o estilísticos. Son dos populismos que se diría que únicamente se distinguen en si se dejan pelo por arriba o por abajo.

Iglesias y Abascal se encontraron en el ascensor y no pasó nada, claro. Qué iba a pasar en estos ascensores españoles con silencios, tabús y pensamientos de confesionario. Iglesias ha pedido que no se haga “sensacionalismo” con el encuentro. Ha pensado que mirábamos lo suyo con Abascal como el combate en dos metros cuadrados de Karate Kid. Pero más bien era como verlos metidos en una caja en la que resulta que quedan como un par de zapatos, izquierdo y derecho. Gritándose uno a otro de lejos, dedicándose los adjetivos de trinchera que se suponen tan contrarios y tan sonoros, podría parecer que no. Luego los ves en el ascensor y son el mismo repartidor, el mismo florista, el mismo butanero.