Fernando Simón sigue luchando contra el virus en pijama, o sea, exactamente igual que antes. Lo que ha cambiado ha sido lo de la curva, su importancia, ese pico de la curva borrascoso y volcánico que había que alcanzar y doblar, picos y curvas en los que él insistía mucho como un modisto con acerico o como Pedro Delgado. No sólo era Simón, que incluso nos dibujaba la curva en la pizarra con balística de bachillerato o de ACME, como un cohete del Coyote. También Sánchez nos alertó en su día de que había que llegar al pico y doblegar la curva, y que lo segundo sólo se podía hacer tras lo primero. Ya ven que están las cónicas de Simón y está la matemática de palotes de Sánchez, o la de Garzón, capaz de montar una rueda de prensa para explicarnos que la ausencia de eventos deportivos ha disminuido el número de apuestas deportivas. Todo esto, en fin, ya no importa, porque estábamos con la curva, cabalgando sobre ella como sobre un dragón, y ahora resulta que hay que poner el foco en otro sitio.

En directo desde su casa, con la pantalla de la lámpara haciéndole una especie de bonete de santidad académica y alcalaína, Fernando Simón nos dice que ya no es tan importante mirar la curva. La curva parece que estaba ahí como trampa, como espiral hipnótica, como mareo de gente de gafa gorda o como pasatiempo de unir puntos (yo cada mañana pongo los nuevos datos en una hoja de cálculo y actualizo los gráficos que van formando algo así como constelaciones australes que aparecen o se sumergen o giran). Simón dice ahora, con el pelo y el jersey espolvoreados de la tiza de borrar pizarras, que el foco hay que ponerlo en las UCI. La curva de contagio se va aplanando, algunas comunidades incluso la han doblegado, y por eso ha perdido interés matemático y médico. Pero lo que está diciendo Simón, en realidad, es que ya no merece la pena mirar los contagios porque nunca los conocimos, y hay que centrarse en ir contando a la gente que se puede salvar, que son números de verdad, no del cielo.

Ya no tiene sentido mirar esa curva, pero no porque se haya doblegado sino porque en el mejor de los casos era teórica y kepleriana

Nunca hemos sabido los contagiados reales, sólo los que ellos iban pillando, al principio alrededor de los primeros viajeros y las primeras alarmas, y luego de esa minoría que llegaba a hacerse el test. El test fue pronto, literalmente, un lujo asiático que sólo se alcanzaba tendido ya en el hospital como en el Orient Express, o cerca de una celebrity política, que ellos se miran el bicho como decía la leyenda urbana que se hacían los Stones transfusiones totales, como un antojo de champán caro. Pero en las casas, la gente creía pasar un catarro leve o rarillo mientras iba contagiando el virus castiza y salvajemente. Luego, ya, directamente se iba muriendo entre sus hervores de gato y de Vicks Vaporub, con los teléfonos de emergencia soltándote música de ascensor y sin merecer ni el test, ni la piedad ni la estadística. Por esto la mortalidad parece tan exageradamente alta.

Fernando Simón tiene razón. Ya no tiene sentido mirar esa curva, pero no porque se haya doblegado sino porque en el mejor de los casos era teórica y kepleriana, y en el peor, una sostenida mentira. Resulta tonto ponerse a hacer derivadas, levantarse como un marino con sextante a intentar ver el rumbo de la epidemia entre unos puntos arbitrarios que tienen tanto sentido como las luchas mitológicas de animales y argonautas de las constelaciones. La curva de contagio era un asidero supersticioso o sólo estético, como aquel primer intento de Kepler de explicar las órbitas planetarias, lo que él llamó el Mysterium Cosmographicum. Fue seguramente el más bello error de la historia de la ciencia, una especie de mecano con los cinco sólidos platónicos determinando la posición de los astros. Aquello dejaba un hermoso orbe de madera para una mesa de médico, pero un churro matemático que no cuadraba de ninguna forma.

Hasta Illa ha reconocido que los nuevos no son fiables para el diagnóstico temprano

Kepler sólo pudo formular sus famosas leyes cuando desechó sus fantasías y consiguió datos precisos, los de Tycho Brahe. Pero aquí seguimos confiando en la fantasía y en los aplausos de mimo, y además no tendremos nunca datos precisos del contagio, porque los test se han perdido definitivamente entre sombras chinescas y burocracias carpetovetónicas. Aquí volvimos a pedir test a la misma empresa que nos había mandado antes poco más que caldo de pollo, y hasta Illa ha reconocido que los nuevos no son fiables para el diagnóstico temprano. Nada puede la ciencia contra esta maldición egipcia nuestra de la ensoñación y la incompetencia.

Sí, tiene razón Simón, si acaso se puede tener razón desdiciéndose tantas veces. Hay que mirar la carga de los hospitales, las camas, las UCI, los muertos, que se pueden contar con rigurosidad, sin tinta mágica ni tornasol (o al menos esperamos que se estén contando con rigurosidad). Hay que mirar esos datos para calcular no ya los que se contagiarán, sino los que podrán ser atendidos, y olvidar esa primera curva que no era el cielo del ciclista ni del médico, sino algo así como el arcoíris de Dorothy. Nuestra ciencia y nuestra política del fin del mundo se van pareciendo cada vez más a la magia de aquel mago de Oz.