No cabe duda de que Amadeo Vives tiene engatusada a la actual dirección del Teatro de la Zarzuela. En un año, por tercera vez sube a este escenario una obra suya y lo vuelve a hacer sin pasar desapercibida. Tras La villana y La gatita blanca, Maruxa estará en cartel hasta el 11 de febrero, después de muchas temporadas de ausencia en la programación.

Vives es, hoy en día, un caso curioso por su destacado protagonismo en la cumbre de la zarzuela nacional, y por recibir de la Generalitat de Cataluña, en sus orígenes, el encargo para la composición de su himno. La obra que nos ocupa constituye un punto clave en su vida artística, aún lejos de esa edad de oro que disfrutará durante la década de 1920 con obras como Doña Francisquita.

La segunda década del siglo XX es ecléctica en lo que a zarzuela se refiere y Vives está en plena búsqueda de un camino de éxito. El teatro lírico se mueve durante esos años entre la decadencia del género chico, las influencias internacionales y un género grande aún desdibujado que protagonizaría los años veinte. El músico tiene ya una amplia experiencia y asume en 1914 la dirección del Teatro de la Zarzuela. Sin embargo, al escuchar Maruxa se siente atrevimiento, mucha ambición e ingenuidad, y en este último aspecto reside uno de los grandes atractivos de esta obra. Quiere demostrar lo que vale y trasmite libertad, al no ceñirse a esos moldes y esas limitaciones que impondrá el género lírico cuando alcance una segunda madurez unos años después. En cualquier caso no hay que engañarse, Vives es más de armonía que de melodía, y esta última no es para nada uno de sus fuertes, ni en Maruxa, ni nunca. Tener la oportunidad de escuchar una obra de una etapa musical en la que todo está abierto crea también un cierto sentimiento de compunción. La zarzuela optó en ese momento clave por un camino en que no se aprovechaba todo el talento y toda la inventiva que nuestros compositores y libretistas demostraron hasta entonces.

Maruxa

Toda esa ingenuidad se convierte en una pasión cuyo resultado es una obra que avanza más rápidamente en el plano musical que en el teatral. Y en ese sentido Paco Azorín, como director de la producción, ha estado muy acertado en su puesta en escena de una gran calidad. El movimiento escénico, el uso de una escenografía presidida por unas enormes cortinas sobre las que se suceden las proyecciones, y una acción en segundo plano, permiten dar un permanente empujón a una trama que parece desarrollarse siempre desfasada. Sin embargo, su aparente simplicidad se traduce en una elegante capacidad de ser redescubierta con ojos actuales y poner el foco en la codicia, el capricho y el amor y respeto por la tierra, convertida aquí en el alma de quienes la habitan. Su planteamiento, contextualizado en el abuso por parte de unas clases sociales sobre otras, se convierte en una oda por la naturaleza. Pero no a una naturaleza cualquiera, sino a su lado más humano sobre la que se fundamentan la dignidad de quienes la defienden como parte de si mismos. Todo ello se da en un aparente contexto idílico, en donde la connotación gallega se torna fundamental. El solo hecho de pensar en Galicia, desde el principio, enmarca la totalidad de la obra y condiciona lo que el espectador puede pensar y sentir.

Maruxa es también una distopía punk, como viene siendo habitual en el teatro de esta última década. En primer lugar, la idea de distopía está fuertemente enraizada en ese planteamiento ecologista. No es una defensa de la tierra, de su gente, ni de su protección; parece, más bien, un fuerte sentimiento de orgullo basado en la memoria, que asienta sólidamente un pensamiento presente, sin dejar una puerta abierta hacia el futuro. La puesta en escena trasmite una reflexión que se convierte en realidad al salir a la calle, y un planteamiento universal que parece necesario defender. Galicia sufre como ninguna otra región de España golpes contra su patrimonio natural que han llegado a convertirse en una parte de su identidad. Basta pensar en incendios, playas manchadas de chapapote, petroleros, sequía, plagas de eucalipto… y la zarzuela deposita sobre todo ello un sabor amargo. Posiblemente la dignidad gallega está condenada a erigirse en una permanente lucha contra todo lo que destroza su naturaleza. Nada nos dice que algo vaya a cambiar, aunque cabe cierta esperanza al final, cuando la pareja protagonista encuentra la dicha que se merece.

Maruxa se libera del eterno concepto casposo que arrastra la zarzuela

Pero también esta Maruxa es punk. Su cuidada iluminación acentúa fuertes contrastes entre el negro de la pizarra, el verde de la tierra y los blancos y ocres de quienes la habitan. La propia obra se convierte en un acto rebelde contra ese planteamiento decadente. Se trata de una lucha contra esa destrucción de la Madre Tierra desde el contraste, desde la fuerte llamada de atención, desde un equilibrio de colores potente, brillante, que no pasa desapercibido, en donde la paz está en ese suelo de pizarras, y todo lo que chirría a la vista está en el cielo. Así mismo, también es punk por esos contrastes llamativos, esos fluorescentes blancos sobre fondo negro, esos ocres sobre fondo verde, en rebeldía contra la armonía que se vive en la reunión que mantienen en segundo plano los consejeros de la empresa petrolera, los jefes y las altas clases dirigentes.

En definitiva, esta Maruxa se libera del eterno concepto casposo que arrastra la zarzuela. Es liberadora porque en este camino que ha tomado el Teatro de la Zarzuela sigue despojándose de parte de esa capa carcomida que le impide disfrutarse por completo. Y porque, aun haciendo todo eso, está cerca de contentar a prácticamente todos los gustos de quienes puedan acercarse a verla.

La Orquesta de la Comunidad de Madrid está gratamente dirigida por José Miguel Pérez-Sierra, aunque en demasiadas ocasiones tapa en exceso a los cantantes. Estos últimos realizan una tarea que merece una mención especial. Las habilidades actorales que muestran, cantando tumbados, saltando, corriendo e integrando a los espectadores al atravesar el patio de butacas no son nada habituales en el género lírico. Excelente es la labor que realizan Maite Alberola y Susana Cordón en el papel de Maruxa, y Rodrigo Esteves y Borja Quiza en el de Pablo, equilibrando ambos repartos. Simón Orfila borda el papel de Rufo. En general, el conjunto del equipo consigue realizar un gran trabajo que otorga individualmente gran valor a la programación que viene desarrollando el Teatro de la Zarzuela, manteniendo un nivel cada día más atractivo, sobre todo frente a los altibajos del Teatro Real.