Su madre no quería. Isabel II, exiliada en París desde que la revolución de 1868 la sacara de España prácticamente a patadas, se negó en redondo a que su único hijo varón, Alfonso, príncipe heredero, contrajera matrimonio con la hija de uno de sus mayores enemigos, aquel duque de Montpensier a quien la soberana odiaba con todas sus fuerzas y a quien hacía responsable, entre muchos otros, de la pérdida de su trono. Pero el príncipe, tan obtuso como su madre, se empeñó en su propósito y el amor de Alfonso con su prima, María de las Mercedes de Orléans, acabó triunfando. Pero su dicha solo duró unos meses: ella moriría pocos meses después de la boda. Tenía tan sólo 18 años.
¿Una madre ninfómana?
De Isabel II la historia nos ha legado una imagen frívola, caprichosa, débil, inculta y, sobre todo, ninfómana, con unos supuestos apetitos sexuales desaforados e insaciables. Y aunque es verdad que era muy fogosa y pasional, y que coleccionó numerosos amantes -el propio Papa Pío IX dijo de ella: "Es puta, pero pía"-, todo parece indicar que muchas de las leyendas más sórdidas que se le adjudican fueron, en realidad, obra de la propaganda política para desprestigiarla.
Isabel Burdiel, la historiadora que escribió su mejor biografía, siempre ha asegurado que: "Isabel II no fue una ninfómana, simplemente estuvo mal casada". Lo cual es cierto: la comprometieron a los dieciséis años con su primo, Francisco de Asís de Borbón, abiertamente homosexual y a quien Isabel llamaba "la prima Paquita" por sus ademanes afeminados y afición a la moda. Se dice que cuando le comunicaron su futura boda, la Reina exclamó: "¡Con Paquita no!". Y, después de los desposorios, cuando le preguntaron sobre la noche de bodas, ella se encogió de hombros y simplemente explicó: "Qué voy a decir de un hombre que en la noche de bodas llevaba en su camisa más bordados que yo en la mía".
Dadas sus frustraciones en el lecho, Isabel II se buscó amantes, algo que, por otra parte, era lo más normal en la época y si Isabel hubiese sido hombre, no hubiese dado lugar a ningún escándalo, al contrario. Emilio Arrieta, Carlos Marfori o el comandante José María Ruiz de Arana fueron algunos de sus conquistas. Enrique Puigmoltó, un capitán de Ingenieros, fue otra y, según muchos historiadores, fue él el verdadero padre de Alfonso XII.
Un príncipe muy enamoradizo
El futuro Alfonso XII no tuvo una infancia nada fácil. Tenía sólo once años cuando estalló 'La Gloriosa', la revolución que derrocó a la monarquía de los Borbones y llevó a Isabel II al exilio en París. Allí se crió con su madre y sus hermanas y, poco después, fue enviado a Viena, a estudiar en el Theresianum, entonces un colegio de secundaria de altísimo prestigio.
Fue allí donde Alfonso XII conocería a una de las mujeres que más marcaría su vida: la cantante de ópera Elena Sanz, una mujer "elegantísima, guapetona, de grandes ojos negros fulgurantes, espléndida de hechuras, bien plantada", según la describió Benito Pérez Galdós. Elena era una protegida de su madre, la reina Isabel II, quien había costeado sus estudios de canto, y fue a visitar a Alfonso por indicación de la soberana, la cual pensó que la guapa cantante le alegraría la vista.
Y así fue. El joven Alfonso XII se quedó prendado de aquella joven de rostro lascivo y voz de ángel y en sus sueños no paraba de recordar sus corteses atenciones. Sin embargo, pronto el recuerdo de Elena tendría que competir con otra mujer por la que el príncipe Alfonso perdió inmediatamente la cabeza. Su nombre era María de las Mercedes.
La hija de un traidor
El primer encuentro entre ellos fue en el castillo de Randan, en la región francesa de Auvernia, las Navidades de 1872. El lugar era propiedad de la familia Orleáns, una saga de príncipes entre cuyos ancestros se encontraban conspiradores e intrigantes que habían disputado el trono a los Borbones, tanto en Francia como en España. Un tal Felipe de Orléans ya había intentado arrebatarle la corona a su sobrino, Felipe V de España, y otro miembro, también llamado casualmente Felipe de Orléans, había votado a favor de que Luis XVI, el marido de Maria Antonieta, muriese guillotinado.
A Isabel II le tuvo que tocar su Orleans particular, aunque en su caso no se llamaba Felipe, sino Antonio, Antonio de Orleans, duque de Montpensier. Tipo culto donde los hubiera y de un gran encanto personal por lo que cuentan las crónicas, Antonio de Orleans era un buen militar y había disfrutado de una carrera meteórica, pero su gran obsesión era la de convertirse en Rey de España y había confabulado en el pasado para que lo casaran con Isabel II.
Pero no consiguió su propósito y, pensando que Isabel II duraría poco en el trono (durante años corriendo rumores de que la soberana padecía una grave enfermedad pulmonar), se desposó con la hermana de ésta, la infanta Luisa Fernanda. Sin embargo, nuevamente sus planes se truncaron, Isabel II demostró estar más sana que un roble y él se quedó compuesto y sin trono.
Frustrado, comenzó a conspirar para que Isabel II fuera derrocada. Para poner fin a sus intrigas, los Montpensier fueron enviados fuera de Madrid. Se instalaron en Sevilla, en el palacio de San Telmo, cercano al Guadalquivir. Allí disfrutaron de una vida a todo trapo, con bailes, banquetes y jornadas literarias adonde acudían los escritores de más renombre del momento. Pero ni siquiera la distancia logró que el duque renunciara al trono y siguió maquinando. Se aproximó a los liberales y a generales críticos con el gobierno, y llegó a planear un levantamiento contra su cuñada. Pero sus intenciones fueron descubiertas y los Montpensier tuvieron que partir al exilio.
Ya en París, la madre de Isabel II, la reina María Cristina, hizo lo imposible para que sus hijas hicieran las paces y organizó un encuentro familiar para que se calmaran las aguas. De ahí que Isabel II y sus hijos visitaran el castillo de Randan.
Un encuentro inesperado
Pero no fue solo la paz familiar lo que se firmó entonces. El príncipe Alfonso se quedó prendado nada más verla de su prima, María de las Mercedes, entonces de doce años. Era menuda y alegre, algo traviesa y dicharachera, de ojos muy oscuros y una melena muy tupida que ella peinaba aún en trenzas. Sin ser guapa resultaba muy resultona y su personalidad la hacía muy atractiva. Al menos así lo pensó su primo, quien no perdía un segundo para estar con ella. Aquellos días pasearon juntos y montaron a caballo, y Alfonso sentía que su corazón latía con fuerza cada vez que la veía.
Todos a su alrededor se dieron cuenta del flechazo, pero al ser tan jóvenes ambos -ella era apenas una niña-, nadie le dio demasiada importancia al asunto. Pero los primos siguieron viéndose con frecuencia en París y el romance continuó su curso. Isabel II estaba horrorizada, pero a Antonio de Orleans se le veía pletórico: quizás, por una carambola del destino, iba a acercarse más la trono de lo que podría haber creído.
Vuelta a España como Rey
La situación en España era cada vez más convulsa y los políticos del momento, sobre todo Cánovas del Castillo, decidieron que era hora de dar un golpe de timón y devolver la estabilidad al país. La república había sido un desastre y la monarquía de Amadeo de Saboya, aquel rey al que habían llamado a toda prisa, no había durado más de un suspiro. Tenían que volver a poner a los Borbones en el trono y, dado que Isabel II no era una opción que agradase a nadie, se escogió a su hijo, el cual estaba por entonces estudiando en una academia militar de Inglaterra.
Instalado Alfonso en Madrid con el nombre de Alfonso XII, Isabel II tuvo al menos el consuelo de pensar que la relación de su hijo con aquella Montpensier no seguiría adelante. Pero se equivocaba: el Rey no la había olvidado y en 1877 comunicó oficialmente a sus ministros que pensaba contraer nupcias con su prima. Desde París, Isabel II montó en cólera y se negó a asistir a la boda.
Cánovas del Castillo tampoco era muy partidario de semejante unión (hubiese preferido una princesa inglesa), pero astuto como pocos, entendió que semejante historia de amor entre dos jóvenes adolescentes que tienen que luchar contra todo era una campaña perfecta de marketing para apuntalar la monarquía. Los cuentos de hadas siempre han ido bien a los fines políticos.
Una boda de alta tecnología
Vencidas ya las reticencias, el rey Alfonso XII pasó las Navidades en Sevilla, en San Telmo, donde se habían vuelto a instalar los Montpensier. El clamor popular fue tan intenso al ver a la pareja junta en los toros, que Alfonso XII sonrió complacido.
La boda fue el 23 de enero, día de San Alfonso. Días antes, la novia se instaló en el palacio de Aranjuez y, la noche antes del enlace, se comunicó con su prometido con un artilugio por entonces revolucionario: el teléfono. Era la primera vez que dos personas hablaban por teléfono en España.
Al día siguiente, la novia tomó un tren (otra novedad), llegó puntual a Madrid y apareció radiante en la basílica de Atocha. La luna de miel fue en El Pardo y, por lo que se cuenta, la fogosidad entre ellos era destacable. Las crónicas dicen que estaban todo el día en la cama y que apenas comían.
Pero su felicidad duraría poco. A los pocos meses de la boda, ella contrajo fiebres tifoideas y pocas semanas más tarde, el 26 de junio de 1878, murió en el Palacio Real. Alfonso XII quedó tan devastado que durante meses se negó a ver a nadie. El pueblo, también entristecido, comenzó a cantar una copla que luego se haría famosa: "¿Dónde vas, Alfonso XII, dónde vas triste de ti?".
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