Hay libros que pueden hacer rodar cabezas o, al menos, intentarlo. Así debieron pensar algunos incendiarios durante la Revolución Francesa, cuando una novela del siglo XVIII se usó como ejemplo y testimonio de la depravación y decadencia moral del Antiguo Régimen. El libro era Las amistades peligrosas, de Pierre Choderlos de Laclos, una obra sobre sexo, envidia, traición, venganza y corrupción protagonizada por aristócratas que no son conscientes de que su mundo está a punto de acabarse violentamente y se aferran a una sociedad hipócrita y llena de apariencias donde nada ni nadie es lo que parece. Una sociedad que, a ojos de revolucionarios sedientos de sangre, debía justificar la aplicación de la guillotina y la instauración del más pavoroso terror.
Sin embargo, para desgracia de sus afanes propagandísticos, la verdad es que Las amistades peligrosas ni era un panfleto político ni tampoco un tratado moralizante para alertar de los vicios en los que había caído la clase alta. Más bien todo lo contrario: el libro, publicado en 1782, quería ser una crónica erótica de lo que sucedía por doquier, una especie de sátira de una sociedad sepultada en secretos a cada cual más escabroso. Escándalo, desde luego, provocó: en cuanto apareció, la crítica lo tachó de "diabólico". "Un compendio de horrores e infamias", escribió una destacada señora en su diario.
Un escándalo en el siglo XVIII
Obviamente, con semejantes epítetos, no es de extrañar que se convirtiera inmediatamente en un éxito descomunal. En las dos primeras semanas de su aparición se vendieron 2.000 copias; en diez meses se había llegado a las 15 ediciones. Incluso se sabe que la mismísima Maria Antonieta adquirió un ejemplar para su biblioteca, aunque tuvo la delicadeza de pedir que no pusieran el título ni el nombre del autor en la cubierta ni en el lomo del libro para que no lo identificaran.
El libro narraba a través de cartas las relaciones complejas y tumultuosas de dos ex-amantes, la marquesa de Merteuil y el vizconde de Valmont, los cuales no dudan en explicarse sus múltiples aventuras y conquistas sexuales. Pero lo que empieza como una mera provocación divertida entre dos personas que han sentido una gran atracción el uno por el otro acaba tornándose en rivalidad enfermiza y, más tarde, en unas ganas desesperadas y patológicas para hacerse la vida imposible. De la lujuria pasan al odio; sus enfrentamientos se hacen cada vez más retorcidos y no dudan en destrozar la vida a cualquiera a su alcance para hacerse más daño.
Semejante espiral destructiva acaba como el rosario de la aurora, como podrán imaginarse, pero el final de la historia es lo de menos: más allá de los escarceos de cada uno y las múltiples tramas y subtramas, lo interesante de Las amistades peligrosas es el fino análisis psicológico de cada uno de los protagonistas.
En el libro, Valmont es un seductor al uso, un gigoló en el sentido más primigenio del término que no duda en beneficiarse de la mitad de las damas supuestamente honorables de París y chantajearlas con cartas para mantener su prestigio intacto. La marquesa tampoco es que tenga demasiados escrúpulos --en realidad, no tiene ninguno--, pero que sea mujer hace que deba adoptar precauciones complementarias y ser más retorcida en sus coartadas. Ambos son implacables; los dos quieren retarse continuamente con nuevas presas inocentes. Pero llega un día en que la trama se complica y la marquesa de Merteuil exige vengarse de un antiguo amante. Para ello solicita la ayuda de Valmont, el cual acepta a cambio de unas cuantas prebendas que se cobrará a su debido tiempo. A partir de ahí, comienza el embrollo.
Llevada al cine en varias ocasiones
Obviamente, semejante historia estaba hecha para acabar en el cine y la verdad es que se han hecho varias adaptaciones, comenzando por la del 1959 protagonizada por Jeanne Moureau y siguiendo por la canónica, la de 1988 dirigida por Stephen Frears y protagonizada por Glenn Close, John Malkovich, Michelle Pfeiffer y Uma Thurman. Muchas personas conocen la historia a través de esta última --brillante, por cierto--. Valmont (Malkovich) quiere seducir a la casadísima y muy decente Madame de Tourvel (Pfeiffer), mientras la marquesa (Glenn Close) quiere corromper a Cécile de Volanges (Uma Thurman), cuya madre quiere desposarla con un antiguo amante de la marquesa. Y hasta aquí puedo leer.
La adaptación de Frears fue tan icónica que volver a llevarla a la pantalla fue, cuando menos, complicado. Lo intentó y saldó con buena nota Valmont, de Milos Forman (1989), protagonizada por Annete Bening y Colin Firth. En 1999 se intentó volver a llevar a la pantalla, pero con un toque contemporáneo y centrado en adolescentes de instituto. El resultado, Cruel Intentions, con Sarah Michelle Gellar y Reese Witherspoon, fue bastante olvidable.
Desde hace una década había rumores de que volvía a estar en el punto de mira. El productor Colin Callendar se había empeñado en que regresase a la televisión y, por lo que se sabe, llegó a contar en algún momento con Christopher Hampton, quien escribió el guion de la película de Frears. Pero se acabó apartando del proyecto, nadie sabe exactamente el por qué.
La nueva adaptación para televisión
No fue hasta que la escritora Harriet Warner entró en escena que la iniciativa volvió a coger fuelle. Warner, conocida por estos lares por haber escrito el guion de Llama a la comadrona, asumió la tarea de volver a llevar Las amistades peligrosas a la pantalla. Afortunadamente, decidió que no iba a hacer un mero remake de las películas y optó por un enfoque nuevo, algo que iba a acercar la novela del siglo XVIII a una audiencia joven más acostumbrada a series como los Bridgerton que a Barry Lyndon.
Warner dio con una pista interesante: en la propia novela, en una de las cartas, se insinúa que la marquesa no habría nacido en la aristocracia y que habría estado fingiendo toda su vida unos orígenes sociales que no le correspondían. La guionista decidió entonces hacer una precuela de la novela, una serie basada en unos Valmont y una Merteuil adolescentes. Valmont iba a ser, simplemente, Pascal, un cartógrafo sin un penique en el bolsillo; ella iba a ser Camille, una prostituta que, por una carambola del destino, acababa catapultada a la alta sociedad.
La idea, aunque algo forzada, no dejaba de ser interesante: era ver el trasfondo de los personajes, su historia de amor en común y el origen de esa atracción envuelta de odio que acaban profesándose. Warner se inventó una trama plausible: en un momento determinado de su vida, Camille está desesperada por huir lejos e intenta convencer a Pascal para que la ayude. Este no solo accede, sino que le propone que se casen.
Pero no llegarán al altar porque ambos esconden secretos: básicamente, ella no es la única mujer en la vida de él, ni la única a la que ha embaucado con sus artes amatorias. En realidad, hay otra amante secreta y, cuando Camille lo descubre, queda emocionalmente destrozada. Pero la pena y el llanto le duraran poco y. astutamente, decide transformar la rabia en un plan para vengarse. Y, de paso, burlarse de todos los aristócratas que se han aprovechado de ella. En manos de Harriet Warner, Camille se torna una especie de conde de Montecristo feminista y postmoderna que aprende a sobrevivir en un mundo cruel, soberbio e hipócrita.
El guion gustó tanto que el rodaje empezó en la primavera del 2021, en Praga. Después de un casting que debió parecer eterno (se llegaron a entrevistar a más de doscientos candidatos), se optó por los australianos Alice Englert y Nicholas Denton, no muy conocidos pero con una química entre ellos indudable. El resultado se podrá ver a partir de hoy en Lionsgate+.
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