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Librero por las tardes en Moyano y basurero por las noches: "El mercado y la vida me obligan a tener dos trabajos"

A pesar de las dificultades, algunas personas siguen priorizando su pasión por la lectura para abrir (o mantener abiertas) sus pequeñas librerías

Hugo (derecha), junto a Carlos, uno de sus empleados, en su caseta de la cuesta de Moyano

Hugo (derecha), junto a Carlos, uno de sus empleados, en su caseta de la cuesta de Moyano El Independiente

“He pensado alguna vez en dejarlo, pero no puedo. Hay temporadas muy duras, que no salen las cosas. Pero gracias a que tengo otro trabajo lo puedo simultanear y compensar una cosa con otra, porque tengo músculo económico”, relata Hugo Prestel. Él mismo lleva dos décadas compaginando su trabajo como librero en la cuesta de Moyano con otro en el servicio de recogida de basuras del Ayuntamiento de Madrid. Su historia nos sirve para explicar el fenómeno de personas que siguen apostando por regentar una librería a pesar de la competencia feroz de las grandes superficies, el enorme catálogo de entretenimiento disponible y la crisis de los negocios de cercanía. En definitiva, por puro empeño, romanticismo y cabezonería. 

Desde que su bisabuela Matilde empezó vendiendo en el barrio de Lavapiés hasta que heredó la caseta de Moyano, en mayo del año 2.000, cuatro generaciones de la familia de Hugo se han dedicado a vender libros. Pocos meses después de hacerse cargo del negocio entró a trabajar también en la basura. Primero como mozo con contrato temporal, y desde ahí fue ascendiendo hasta llegar a ser conductor del camión de la basura. Ahora pasa muchas veces por Vallecas, su barrio, conduciéndolo y saludando a sus vecinos. En alguna ocasión incluso se ha llegado a encontar con algunos clientes de la librería: “Le compré algunos libros a una mujer y días después pasé por la puerta de su casa con el camión. Cuando la saludé se quedó muy sorprendida”, relata entre risas. 

Hubo una temporada en la que Hugo estudiaba por la mañana, iba a la librería por la tarde y por la noche iba a trabajar a la basura. “Fue algo mortal, dos años malísimos”, asegura. Al poco de abrir comprendió que si quería descansar algo tendría que contratar a gente, porque su caseta abre todos los días. Desde entonces tiene dos compañeros que le ayudan, y él se dedica, sobre todo, a administrar las ventas on-line y a hacer las compras de los libros de segunda mano, que posteriormente revende. 

Según asegura, el oficio de librero es mucho más duro que el de basurero. La incertidumbre de no saber cuánto vas a vender diariamente se lleva hasta peor que los días de lluvia que tiene que trabajar en la basura, que admite que “son mortales, porque acabas empapado”. A pesar de todo, es muy optimista con el futuro de los libros en papel, que considera que serán “eternos, porque a la gente les gusta”. Tiene más dudas, sin embargo, con el de las propias librerías, que ve “complicado, como el de cualquier negocio de proximidad”. 

Cambiar de vida por los libros

Aunque ni siquiera se conocen, las historias de Tamara Crespo y María Fernández son paralelas, y sirven también para explicar ese romanticismo que lleva a muchos amantes de la lectura a montar sus propias librerías. Ambas estudiaron periodismo, (aunque María ejercía como interiorista), y las dos dejaron su trabajo para montar librerías sin tener ni idea de cómo funcionaba el negocio ni experiencia previa. Un salto al vacío que, admiten, dieron más con el corazón que con la cabeza.

Desde el principio también coincidieron en que querían que sus librerías actuasen como algo más que un simple negocio, y se convirtieran en un lugar de encuentro y conversación entre lectores. En definitiva, que no fueran, simplemente, un “supermercado de libros”.

María decidió dar el paso cuando se leyó “La Librería y los genios”, un libro en el que Frances Steloff cuenta la historia real de cómo consiguió montar su librería en la década de los años 20 en Nueva York. Aquel pequeño lugar pronto comenzó a ser frecuentado por intelectuales y escritores, y se transformó en todo un icono de la ciudad. Por eso, cuando un día paseaba por el el Barrio de las Letras con el libro debajo del brazo y vio el cartel de un local disponible no se lo pensó.

“Ese libro sembró el germen. Me hipnoticé, como Don Quijote con las novelas de caballeros, con la idea de una librera carismática que abre sin saber nada pero cree en el oficio”, relata Fernández. Dejó su trabajo y apenas un mes después estaba inaugurando Crazy Mary, situada en la calle Echegaray.

Después de dos décadas trabajando en prensa, Tamara se trasladó desde Ceuta hasta Urueña, en Valladolid. Este pequeño pueblo, conocido como 'Villa del Libro' por la cantidad de librerías que tiene, había conseguido enamorarla unos años antes, así que se prometió a sí misma que volvería para montar allí un negocio. Su pasión por la lectura hizo el resto, y así nació Primera Página.

“No tenía un duro para invertir. Empecé con mis libros y me ayudaron a conseguir un ordenador y muebles”, relata Tamara, que tiene claro que, a pesar de todo, tomó la decisión correcta: “Cambiar de vida, de sitio, de trabajo… Tiene un punto de valentía. Y a pesar de la cantidad de trabajo ingente, merece la pena. Vengo a la librería feliz”. 

El rescate de la librería más antigua de Madrid

Estas historias personales se juntan con otra de las mejores noticias que nos ha traído el 2022: la reapertura de la librería Pérgamo, la más antigua de Madrid. Fundada en 1946, anunció su cierre en diciembre de 2021. Sus propietarias, las hermanas Lourdes y Ana Serrano, se jubilaban, así que pusieron el local a la venta. Un vecino del barrio, que no quiso revelar su identidad, decidió rescatarla y reabrirla “antes de que se convirtiera en una pizzería”, como explica una de sus actuales trabajadoras. La penúltima demostración de que hay gente que, pese a todo, sigue queriendo las librerías abiertas. 

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