Ha sucedido discretamente, sin que el conservacionista urbano de turno haya puesto el grito en el cielo, pero ha sucedido: el Vips de Julián Romea, el primer Vips de Madrid y de la historia, ha cerrado. Para siempre. Lo anuncian unos carteles pegados con descuido en la cristalera, uno ya se ha despegado: "Perdonen las molestias por no volver a servir tortitas en este local". Los icónicos rótulos rojos han desaparecido, dejando al descubierto ladrillos de relleno y unos azulejos originales de cuando se construyó el Parque de las Naciones, la supermanzana de bloques bautizados con topónimos romanos –Iberia, Galia, América, Germania, Mare Nostrum, Skandia, Britania– diseñada por el arquitecto Eleuterio Población Knappe y concluida en 1968.
El primer Vips abrió en los bajos poco después, en 1969. El mismo año que Juan Carlos de Borbón se convirtió en heredero de Franco a título de rey tras jurar los Principios del Movimiento Nacional, que Aldrin, Armstrong y Collins visitaron Madrid de vuelta de la Luna y que Pirri y Sonia Bruno se casaron, cerca de allí, en la Parroquia de Santa Rita de la calle Gaztambide.
Era entonces –lo sigue siendo, aunque de otra manera– una de las zonas más deseadas de la capital. Entre San Francisco de Sales, Cristo Rey, Ciudad Universitaria y la Colonia Metropolitano se construían las últimas fincas señoriales que completaban la trama urbana de un barrio burgués de pisos grandes con servicios centrales, que rivalizaba con Costa Fleming, Puerta de Hierro o Fuentelarreina a la hora de seducir a la clase media profesional y pudiente. Allí, paseando a los niños o tomando el té en el precioso y desaparecido Hotel Mindanao, forjaron su amistad Isabel Preysler y Carmen Martínez Bordiú, cuando la una era la mujer en perpetua espera de Julio Iglesias y la otra, nieta de Franco y esposa de Alfonso de Borbón, una suerte de expectante princesa del régimen. Las dos se casaron y se divorciaron de sus respectivos primeros maridos casi a la vez (1971-1978 Isabel, 1972-1979 Carmen).
Fórmula magistral
Quién sabe si se dieron algún consejo al respecto –"aguanta", primero, "déjale" después– en aquel Vips precursor que tenía todo lo que tendrían los que vinieron después: el horario amplio –hasta las tres de la madrugada en los mejores tiempos– la tienda de conveniencia donde encontrar los productos de primera necesidad, el brick de leche a deshoras, pero también la delicatessen que no había en otro sitio antes del Club del Gourmet y de Coalla; el kiosco internacional con la prensa del día siguiente poco después de la medianoche; y por supuesto el restaurante informal pero acogedor, al estilo americano pero con el punto de modernidad post-ye-yé y pre-Movida que el madrileño de entonces podía entender y que su fundador, el indiano de origen asturiano Plácido Arango, supo formular brillantemente, cogiendo un poco de aquí y de allá y leyendo el espíritu de la ciudad en aquel momento de cambio.
Existía en Madrid y en Barcelona el conocido Drugstore, pero Arango afinó el concepto, lo hizo rentable y lo expandió. De hecho, convirtió el Drugstore de la calle Fuencarral en el Vips más canalla de la red. "El diner castizo, con tienda incorporada y horario extendido, aterrizó en la ciudad para ofrecerle al público capitalino un destape culinario-consumista: el cliente podía degustar unas tortitas con nata o un sandwich club justo después de comprarse una revista o el periódico, todo el mismo espacio, en cualquier momento del día", escribía en 2017 la periodista Raquel Peláez en Vanity Fair cuando se anunció que la cadena prescindiría de sus tiendas para dedicarse exclusivamente a dar de comer.
Bienestar y evasión
"Por lo modernísimo de la oferta", glosaba Peláez, "los rótulos rojos del Vips se convirtieron para el público de la ciudad en una señal de bienestar y evasión. Debajo de ellos estaba la puerta de acceso a un mundo en el que la luz era invariablemente cálida y siempre era posible encontrar alguna fuente de satisfacción". Fuera el batido profesional en helado vaso metálico, la confort food yanqui o de inspiración italiana (luego llegaría lo mexicano y lo oriental), el nuevo disco de Madonna o las liquidaciones de coffee table books de Taschen.
Para entonces, consciente o inconscientemente, Peláez ya estaba haciendo el trabajo de campo para su historia de los pijos, Quiero y no puedo, que hoy sigue triunfando casi un año después de su publicación. Antes, la estudiosa Karine Tinat ya había reconocido el Vips como un lugar de sociabilidad aspiracional en su libro Los pijos de Madrid. Reflexiones sobre la identidad y la cultura de un grupo de jóvenes, editado por el Colegio de México en 2014. Un lugar "limpio y moderno", identificable por el resplandeciente "logotipo rojo y blanco bajo el cual grandes ventanales ahumados parecen preservar la intimidad del lugar", y donde "las jóvenes pijas pueden reunirse antes de una sesión de shopping".
Pero ya en 1988, el suplemento Blanco y Negro de ABC había acuñado vía titular el concepto "Niños VIP", herederos de los antiguos "niños de Serrano" que tenían en el Vips de Ortega y Gasset con Velázquez –ubicado en el Edificio Beatriz, otro proyecto de Población Knappe– su punto de encuentro. Para algunos lo sigue siendo, aunque la pulsión de consumo que antes satisfacían en la desaparecida tienda ahora la resuelvan con el móvil.
Diez años antes, un poco más arriba del Vips del Beatriz, una adolescente llamada Olvido Gara compartía batidos en el de Velázquez 136 con los amigos raros que se había echado en Madrid al llegar de su México natal, y con los que ya transformada en Alaska acabaría embarcándose en aventuras bizarras como Kaka de Luxe. Ubicado en una encrucijada privilegiada, ese Vips triangular y mágico, refugio para insomnes y trasnochadores, cerró para siempre en 2021. Hoy es una tienda de productos para mascotas.
Es la rentabilidad, estúpido
En el momento de esplendor de su fórmula mixta, Vips llegó a tener 31 locales con tienda. Sobre aquella red se construyó el imperio Arango. Ya convertido en Grupo Sigla, se diversificó, primero con restaurantes singulares y preciosos como Lucca, Paparazzi, Rugantino o el espectacular Teatriz, diseñado por Philippe Starck, en la esquina de Hermosilla con Claudio Coello, todos desaparecidos. Luego con franquicias como Gino’s o la lucrativa licencia de Starbucks. Poco a poco quedó en evidencia que las tiendas y su costosa logística no podían rivalizar en rentabilidad con lo de dar de comer. Fueron cerrando las más pequeñas. La de la Glorieta de Quevedo se convirtió en un Starbucks. Luego las más grandes, como la de Julián Romea. En noviembre de 2017 se anunció el cierre definitivo de las nueve que quedaban abiertas, una en Zaragoza y el resto en Madrid. El saldillo de la de Ortega y Gasset fue como un velatorio de varias semanas. Casi nadie disfrutó las gangas. Limpia de ineficiencias, la empresa quedó lista para su venta un año después al grupo mexicano Zena-Alsea por 500 millones de euros.
Cuando cerró la enorme tienda de Julián Romea quedó un restaurante Vips hipertrofiado que siempre parecía vacío aunque no lo estuviera. El cierre "responde a motivos estratégicos relacionados con la ubicación y las condiciones del local", explican educadamente los portavoces de Vips a El Independiente. Sus 20 empleados han sido reubicados en otros locales de la marca, como lo fueron en su momento los de las tiendas.
Lo cierto es que la cadena, lejos de retraerse, sigue abriendo establecimientos más pequeños "en ubicaciones con alto potencial de notoriedad y tráfico". En Madrid acaban de inaugurar dos, uno en Joan Maragall y otro cerca del Estadio Metropolitano. Actualmente tienen 170 en toda España, 100 de ellos en Madrid. Muchos en su modalidad Smart, donde ya no hay servicio de mesa. El momento de ilusión accesible pero sofisticado que cimentó la marca ha dado paso al triunfo del mejor lo malo conocido. Si entras a las 11 de la noche te advierten con la mopa en la mano que están cerrando. Nunca la nostalgia estuvo más justificada.
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