Serrat se baja definitivamente del escenario, dejando atrás décadas de emociones. Suyas y nuestras. Se resiste a reconocerse como columna vertebral de la historia emocional de España. Lleva meses luchando contra el “fantasma”, como él mismo definió, de la emoción de este momento vital. A su círculo cercano ha pedido restar dolor al trance de su despedida desde el mismo instante en el que decidió dar este paso. Esta vez asegura que no ha sido cosa de una enfermedad, como la que en otras ocasiones no tuvo más remedio que reconocer cuando comenzaron las cancelaciones, y no antes. Lo decidió entre libros y pájaros, durante los tiempos de confinarse. Como buen cabezota, no quiere que sea una “circunstancia mayor” la que le aparte de lo que ha sido su vida desde que en 1965 acudió a Radio Barcelona a que le dieran una oportunidad. Se va, no le sacan ni los avatares de la vida.

Se va porque, en sus propias palabras, el paso del tiempo le hace valorarlo. Entiende como “vivir” la capacidad de emocionarse. Lo demás para él es sobrevivir. Asegura que la vida es justa porque el tiempo no se puede comprar. Y quiere ahora aprovecharlo haciendo un “solo” con su Candela, los suyos, y unos nietos a los que “hay que dosificar”.

Tiene miedo al concierto de esta noche. Miedo a que un nudo estrangule su garganta. Miedo a no cumplir con su trabajo. Siempre ha tenido claro que sube a un escenario a cantar, y no a llorar. Se debe a un público al que ya pertenecen sus grandes canciones. Porque todos hemos tarareado Mediterráneo al asomarnos al balcón que nos baña por el este.

Se negó a abandonar el mar que casi moja su Poble Sec, ese barrio antiguamente condenado, cuando siendo un chaval solamente deambulaba por allí gente de la mala vida. Salía sin miedo de su portal en la calle Poeta Cabanyes para cruzar la calle y meterse en casa de la vecina que tenía televisión y así poder ver los triunfos o derrotas de su Barça. Sí. Tamaño poeta siempre hizo gala de un barcelonismo responsable, inteligente, sereno. Le sirvió de entrenamiento para esta noche a la hora de deshacer nudos en su garganta el día en el que coronó debidamente las celebraciones del “centenari” desde el Camp Nou. Pongamos el viejo VHS con la grabación de TV3.

Acabó el recital manteniendo deliberadamente la última nota del himno en ese vibrato que le hizo popular en sus primeras canciones, y en las demás seiscientas. O más. No lo sabemos. Ni él. Jamás tararea sus canciones ni escucha sus discos. No practica lo que él mismo llama un “ejercicio de vanidad”. Su arte ofrece, entrega. Y lo hace de forma astuta en cada palabra, dejando ver a un ser que se complica tratando de ser sencillo. Capaz de emocionar hablando de esas cosas, esas pequeñas cosas de las que están hechos sus paisajes sonoros, como su eterna “Cançó de matinada”, que cantara con enorme éxito con Franco todavía vivo.

Ah, el tema de la política, que siempre ha perseguido al trovador. Durante toda su vida se le ha exigido posicionarse. Claro, es librepensador, y eso tira mucho. Ya en 1968, durante una gira promocional en Frankfurt, cierto Secretario General de Televisión Española, que luego fue Ministro y cuyo nombre no se recuerda como el de Joan Manuel, le pidió elegir entre seguir cantando en catalán y ser un “provinciano”, o cantar en castellano en Eurovisión. La elección que tomó el artista llevó a este ser de enorme talento a convertirse en un proscrito en los medios durante años. Demasiados. La culpa la tuvo una oscura decisión inexcusable, tomada en alguno de los sórdidos despachos en los que se entretejían los hilos que “movían al movimiento”. Todo porque, por lo visto, alguien podría salir herido por escuchar “La la la” en catalán. Pues llamen a urgencias.

Renunció Serrat al triunfo de las primeras “operaciones”, con el permiso del Dúo Dinámico, autores de la canción y grandes amigos suyos. Massiel retomó el testigo con tanto ímpetu que resultó, como todo el mundo sabe, ganadora.

Se suele decir de él que es “muy amigo de sus amigos” porque llama. Sí, es de los que llaman. Llama para preguntar qué tal estás

Pero no ha sido la última vez que a mi tocayo se le ha requerido compromiso político. El independentismo también se lo exigió, y siempre ha respondido reprochando la enorme torpeza con la que han actuado unos y otros. Su discurso habla de buscar, como siempre, el acuerdo necesario para avanzar, aceptando la diferencia. Pero, claro, eso está reservado para humanos que abandonaron el Cromañón. Hay, efectivamente, que ser inteligente para responder con sabiduría y flema al que le pidió a gritos que cantara en catalán desde el público en uno de sus conciertos, indicando que “siempre hay quién viene despistado a un concierto”. A esta aplaudida observación añadió una muy exacta explicación sobre el contenido del evento, que contenía inexcusablemente canciones en castellano. Claro ejemplo de entente en la más absoluta de las diferencias la podemos encontrar entre sus propios amigos. Sabina, nadie parecido a él, es uno de ellos. Y de los más estrechos.

Se suele decir de él que es “muy amigo de sus amigos” porque llama. Sí, es de los que llaman. Llama para preguntar qué tal estás. Llama para avisarte de que tal o cual amigo común está enfermo, por si le quieres ir a ver. Es de esas personas que sin dudarlo te va a buscar a la estación, y pronto, no sea que te encuentres como el que esperaba a Penélope. En alguna parada de Chile también podía estar esperando el protagonista de la canción. Allí también fue profeta como en su tierra Serrat.

Mi madre, que ya no está entre los vivos, estaría orgullosa de que su hijo, llamado así por alguna buena razón, escribiera sobre Serrat. Gran fan ella se reconocía, aunque nunca habló una sola palabra en catalán. Un ejemplo más de la enorme ola de emoción en paz que deja el artista tras sus últimos pasos ante un público que, al contrario que él, sí va “a llorar” esta noche en su ciudad, nuestra Barcelona, ya irreconocible.

Se va esta noche. Acompañado de incondicionales, jóvenes que le descubren, tres o cuatro generaciones de compradores de sus discos de vinilo, y sus músicos, capitaneados por el único de la profesión capaz de sacar un disco de “Serrat sin Serrat” en 2016. Se trata de otro barcelonés ilustre llamado Ricard Miralles, con quien lleva toda una vida entendiéndose sobre los escenarios del mundo, incluyendo un pequeño hospital en Buenos aires.

Cuando, en unos días, cumpla 79 años, podrá decir que nos ha alimentado bien el alma a todos. Si en los ochenta ya cantó “Fa vint anys que tinc vint anys” (hace veinte años que tengo veinte años), en apenas un año podrá decir que hace cuarenta años que tiene cuarenta. No más. Y se va porque quiere. Es así.