En sus casi 102 años de vida, Roland Dumas hizo de todo. Militó en la Resistencia, fue abogado de Jean Genet, Chagall, Giacometti o Lacan y desempeñó en dos ocasiones la cartera de Exteriores con Mitterrand. Cuando ocupaba la presidencia del Consejo Constitucional de Francia se vio envuelto en el escándalo de Elf Aquitaine, la todopoderosa petrolera estatal que sirvió para milmillonarios enjuagues y chanchullos dentro y fuera de Francia, todo ello con su amante de por medio, Christine Deviers-Joncour, conocida como "la puta de la República". Pero si por algo se ganó Dumas la inmortalidad antes de pasar a mejor vida en julio de 2024 fue por su labor como abogado, amigo y consejero de Pablo Picasso en los últimos años de su vida. El artista le designó su albacea, y como tal veló por el reparto de su herencia y por el cumplimiento de su última voluntad más importante: el retorno del Guernica a España. De todo ello se da cuenta en El último Picasso, un libro póstumo resultado de las conversaciones de Dumas con el historiador del Arte Thierry Savatier, y que este miércoles se presenta en la librería del Museo Reina Sofía, a pocos metros de donde se expone la obra maestra del malagueño, con la intervención de un exdirector de la casa como Juan Manuel Bonet y de su editora, Ada del Moral.

Roland Dumas y Picasso se conocieron en circunstancias particulares. El contacto inicial surgió a través de Daniel-Henry Kahnweiler, principal marchante del artista y a su vez cliente y amigo del abogado. En aquella época, Picasso buscaba asesoramiento para emprender acciones legales contra su ex compañera Françoise Gilot tras la "dolorosa" publicación de su libro Vida con Picasso en 1965. Kahnweiler consultó a Dumas, este leyó el libro y elaboró un informe detallado en el que desaconsejaba "encarecidamente" a Picasso que pusiera en marcha una demanda de esa naturaleza. El abogado consideraba que una figura pública de su envergadura difícilmente podría lograr la prohibición del libro, y que el proceso sería desagradable para él, dado que Gilot denunciaba comportamientos hacia ella y sus hijos que eran conocidos por buena parte de su entorno.

Pese a todo, Picasso decidió denunciar. Y tal como previó Dumas, el 6 de julio de 1965 el Tribunal de Apelación de Aix-en-Provence desechó su solicitud. Un revés que, no obstante, despertó su interés por aquel letrado que había tenido el valor de llevarle la contraria. Poco después le dijo al marchante Kahnweiler: "A ese joven abogado que me desaconsejó la demanda habría que invitarlo a verme algún día. Me interesaría, me gustaría conocerle".

Aunque el encuentro directo no ocurrió de inmediato, este fue el punto de partida de su relación. Dumas fue integrándose "poco a poco" en el círculo más estrecho de Picasso, incluso "más rápidamente de lo que esperaba". Con el tiempo, la relación evolucionó y se hizo muy estrecha, y aquel despierto abogado se convirtió en amigo personal, uno de los que más le frecuentaron durante los seis últimos años de vida del artista. Le recibió con frecuencia en su finca de Mougins, Notre-Dame-de-Vie. Se dirigía a él por su apellido, que pronunciaba con voz tronante –"¡Dumas!"–, pero también usaba el apelativo cariñoso de "Alexandre", en recuerdo del gran Alejandro Dumas. De todo ello da cuenta Dumas en su conversación con Savatier. De la intimidad de aquel Picasso creativo y efervescente de sus últimos años, obsesionado con el desnudo femenino y con mantener a raya a sus hijos, y obsesionado, sobre todo, con el destino de su gran obra, el Guernica.

El 'Guernica' y la última voluntad de Picasso

Cuando supo a finales de los 60 de los movimientos del Estado español para promover el retorno a España del Guernica desde el MoMA de Nueva York, Picasso no dudó en recurrir a aquel espabilado abogado al que no había hecho caso en su contencioso con Françoise Gilot. El encargo fue inequívoco: "El Guernica solo regresará a España cuando haya libertad". Así se lo dijo cuando empezaron a evidenciarse las presiones del régimen franquista para repatriar el cuadro más icónico del exilio republicano. "La República volverá un día. Haga lo que tenga que hacer", le ordenó a Dumas, que desde entonces se convirtió no solo en su consejero legal, sino en el albacea moral de su voluntad.

La exigencia del artista mutó tras su muerte en un auténtico enredo diplomático, político y jurídico. Desde 1969 hasta septiembre de 1981, Dumas dedicó buena parte de su tiempo y su influencia a asegurar que el deseo del pintor se cumpliera. Lo hizo en calidad de abogado de Jacqueline Roque, viuda del artista, como representante del Gobierno francés en algunos tramos del proceso y más tarde, en plena Transición, como intermediario con las autoridades españolas.

El franquismo y la nota de Max Aub

El interés del franquismo por recuperar el cuadro se había activado en 1968, cuando el entonces cónsul de España en Nueva York, José Luis Messía de la Cerda, con cierta discreción, intentó investigar el estatus legal del Guernica, entonces en depósito en el MoMA. A partir de 1969, con Carrero Blanco al mando del Gobierno y con Franco debilitado, la petición se tornó oficial: el Estado español reclamaba la obra como suya.

Para justificar la propiedad, el franquismo se aferró a una serie de documentos supuestamente emitidos por el gobierno de la Segunda República. En particular, una nota de 1937 firmada por el escritor y diplomático Max Aub, por entonces comisario general del pabellón de la República en la Exposición Internacional de París para el que se creó el Guernica, en la que quedaba constancia, supuestamente, de la entrega de 150.000 francos como pago por el cuadro. El problema, como señala Thierry Savatier en El último Picasso, es que esa nota presentaba incongruencias de difícil explicación: estaba fechada en mayo de 1937, y ya usaba el nombre de Guernica cuando ese título no fue adoptado hasta junio de ese mismo año.

Dumas, que tuvo acceso a todos los archivos disponibles y fue consultado en primera persona durante las negociaciones, expresó sus reservas. No cuestionaba el deseo de Picasso, pero sí advirtió que había "detalles cronológicos que no cuadraban" y que podían ser usados para deslegitimar el proceso. ¿Se trataba de una falsificación consciente? ¿Una reconstrucción a posteriori hecha por buena voluntad pero sin rigor? Nunca se llegó a saber. La nota original nunca apareció; solo circulaban copias. Y aunque la autenticidad del deseo del pintor estaba fuera de duda, la República como sujeto jurídico había dejado de existir.

Dumas el mediador

Mientras tanto, el MoMA mantenía la obra bajo estricta custodia. No pertenecía formalmente al museo, pero sí tenía derecho de depósito hasta que se cumplieran las condiciones estipuladas por el propio Picasso: que en España hubiera libertad y un Gobierno representativo. La interpretación exacta de esa cláusula fue objeto de múltiples fricciones. Tras la muerte de Franco, hubo sectores del exilio que consideraban que la monarquía parlamentaria no bastaba; otros, sobre todo en el País Vasco, reclamaban el cuadro como patrimonio de Euskadi, no de Madrid.

Dumas tuvo que maniobrar entre todas estas tensiones, viajando en secreto a Madrid para entrevistarse con las autoridades españolas, entre otros con Suárez y el rey Juan Carlos. Tuvo que calmar a los herederos, algunos de los cuales dudaban sobre la conveniencia de ceder el cuadro y sus bocetos (incluidos expresamente por Picasso en el lote que debía volver a la España democrática) sin contraprestación. Garantizó que el traslado no fuera instrumentalizado políticamente por el nuevo Gobierno español. Y, sobre todo, logró que el MoMA accediera a entregar la obra en septiembre de 1981, una vez consolidada la democracia.

Sexo, bromas y dinero debajo de la cama

Además de en el affaire Guernica, el libro de Dumas y Savatier se recrea en los detalles de la vida íntima del último Picasso en Notre-Dame-de-Vie. Aquel Picasso crepuscular dibujaba sin descanso –sexos femeninos, sobre todo– y se negaba a tirar nada, desde sobres de cartas hasta apuntes eróticos que Jacqueline, con la complicidad de Dumas, acabó quemando en la chimenea tras su muerte. "No tienen valor artístico", dictaminó ella. "No sirven ni al arte ni a la memoria del pintor".

Aquel Picasso animaba a su loro a defecar a voluntad para divertir a las visitas firmaba cheques que nadie cobraba, porque su firma valía más que el importe del talón de turno, y pagaba sus cenas con un garabato sobre el mantel. No era exactamente tacaño, pero sí tenía una relación neurótica con el dinero. Tras su muerte, se descubrieron varias maletas repletas de billetes debajo de su cama. Se negó siempre a ingresarlos en el banco. "No quiero intereses", dijo una vez.

Dumas fue testigo de estas rarezas con una mezcla de indulgencia y admiración. Lo acompañó en visitas teatrales, lo escuchó despotricar contra sus hijos, lo vio emocionarse con un regalo de Rostropóvich y lo oyó recitar versos surrealistas que nadie comprendía del todo. Una vez le pidió que se dejara barba para hacerle un retrato. El abogado obedeció. El resultado fue un dibujo fechado en julio de 1970, que conservó hasta el final de su vida.

Firma de la herencia de Picasso en 1979 en ausencia de su viuda.
Firma de la herencia de Picasso en 1979 en ausencia de su viuda.

La muerte del pintor, en 1973, no detuvo su influencia. Dumas asumió entonces la doble tarea de defender su legado artístico y gestionar el complicado reparto de su herencia, que se firmó seis años después. "Era un hombre difícil, pero nunca mezquino", escribe. "Su vida privada era un laboratorio de caos; su pintura, la manera de ordenarlo".