Ha pasado mucho tiempo, 82 años ya, de la caída de Madrid. Y aunque la Guerra Civil y sus consecuencias siguen armando, insospechadamente, muchos de los prejuicios que articulan la conversación política española, como demuestra la precampaña electoral madrileña, poco rastro visible queda de ella en la capital. Apenas los balazos recompuestos con masilla en las viejas fachadas de granito y algún otro vestigio de arqueología bélica para aficionados a la historia militar.

Pero aparte del rastro tangible de la guerra y de los casi tres años de retaguardia en Madrid, hay zonas de la ciudad que conservan sordamente el estruendo del enfrentamiento civil. Una de ellas es el flanco oeste de Madrid. Donde estuvo el Cuartel de la Montaña, enclave sublevado tras el golpe de Estado de julio del 36, vencido el día 20 por las fuerzas y milicias republicanas. Un poco más allá –donde hoy se levanta el edificio del Ejército del Aire diseñado después de la guerra con aires neoimperiales por Luis Gutiérrez Soto– estaba la Cárcel Modelo, asaltada el 22 de julio con el resultado del asesinato de varias personalidades políticas relevantes, y de donde se sucedieron las siniestras sacas de presos durante los primeros meses del conflicto. Y un poco más abajo, enseguida, el frente de guerra, estabilizado entre noviembre de 1936 y la rendición republicana a finales de marzo de 1939.

Desde el balcón de Azaña

En el extremo norte de esa cornisa de Madrid sobre la que discurre el Paseo del Pintor Rosales hay un característico silencio, preservado por el talud que conduce a la ribera del Manzanares y la masa vegetal del Parque del Oeste. Un silencio que reviste, para el paseante informado y susceptible de evocaciones más o menos gratuitas, cierto aire de memorial bélico. Subrayado por las opulentas construcciones residenciales de posguerra, como un último regodeo historicista de los vencedores frente al racionalismo arquitectónico de preguerra, indentificado con la vencida República. En esa zona de Argüelles que hace pocos años Carlos Pumares llamaba irónicamente en su programa Polvo de estrellas, cuando Onda Cero tenía allí sus instalaciones, «el barrio obrero de Pintor Rosales».

Esta amplia franja del poniente madrileño se extendía ante la mirada de Manuel Azaña durante los primeros días de la Guerra cuando se asomaba a los balcones del Palacio de Oriente, entonces rebautizado como Palacio Nacional, que ocupó durante apenas tres meses como presidente de la República. 

Después de acceder al cargo en mayo, ordenó reformar y habilitar para su uso un ala orientada al noreste, con vistas a la calle Bailén y al antiguo solar de las Caballerizas reales, en el primer piso del palacio. «Creo que para visitar al Jefe del Estado, que es como me llaman ahora, la gente debe subir escaleras», dejó escrito entonces y recuerda Antonio Pau en su reciente, breve y sustancioso libro Azaña y Madrid

Cuando tuvo lugar el alzamiento, Azaña ocupaba provisionalmente la Quinta del Pardo. Con los primeros rumores de sublevación fue trasladado precipitadamente a Madrid. La Quinta habría sido una auténtica ratonera en caso de que los rebeldes hubieran acudido a capturarle.

Duelo por la República

Azaña residió en el Palacio de Oriente hasta que a mediados de octubre partió a Barcelona. «A diferencia del tiempo pasado en La Quinta, que fue tan feliz, el tiempo del Palacio fue amargo», cuenta Antonio Pau. «Desde los balcones que dan al Campo del Moro no sólo oía las descargas de artillería, sino que veía las columnas de humo».

Un apunte de su diario da fe del estado de ánimo del presidente. «Recuerdo personal: tarde de un agosto madrileño. Contemplo la plaza desde una ventana. Humaredas. Síntomas de inquietud. Noticias del incendio en la cárcel (...). Duelo por la República. Desde mi cuarto, el solar en obras de la antigua caballeriza, abrasado por el sol. Lejos, en la vertiente de la sierra, humareda del cañoneo. Insondable tristeza». 

El presidente de la República cuenta con vistas privilegiadas al escaparate de la tragedia nacional; a los tempranos sucesos en torno al Cuartel de la Montaña, y un poco más allá el humo que asciende de la Cárcel Modelo, cuyo asalto por las milicias descontroladas casi le convence de presentar su dimisión.

Dos hombres, un destino

La cercanía del frente hacía temer por la integridad al jefe del Estado. Así que para reforzar su seguridad se añadió un escuadrón de escolta mandado por el teniente coronel Segismundo Casado. Ni él ni Azaña podían sospechar que aquel golpe derivaría en una prolongada guerra de desgaste y que casi tres años después, uno con su dimisión y el otro con su sublevación, abrocharían el triste cierre de una derrota.

Mucho se ha escrito sobre el final de la guerra. Sobre las motivaciones de la rebelión de Casado, jefe del Ejército del Centro, para intentar una paz honrosa, o del entonces presidente del Gobierno Juan Negrín para sostener una política de resistencia a ultranza. Las explicaciones de unos y otros están inevitablemente condicionadas por el deseo de justificación y la propaganda. Pero lo cierto es que, más allá de los detalles específicos que por motivos bien distintos interesan sobre todo a militantes e historiadores, la impresión de que la guerra estaba irremediablemente perdida fue lo que precipitó la descomposición del ya precario compromiso de fuerzas republicano. Los acontecimientos recientes así lo presagiaban.

La caída de Madrid fue el último acto de la amarga derrota republicana
Soldados del cuerpo de ejército marroquí el 29 de marzo en la glorieta de Cuatro Caminos de Madrid. EFE

El principio del fin

El 26 de enero de 1939 las tropas franquistas habían entrado sin resistencia en Barcelona. Era el principio del fin de una ofensiva de Cataluña que pretendía ser definitiva para el destino de la guerra. Tres días después, en plena huída republicana hacia la frontera con Francia, Azaña celebra una reunión clave con Negrín y Rojo, jefe del Estado Mayor Central, para analizar la situación. «La conclusión de Rojo era: no hay nada que hacer», recordará Azaña en una carta a Ángel Ossorio Gallardo. Negrín, «completamente derrumbado», apuntó que «todavía hay recursos para resistir, pero cuando un pueblo no quiere defenderse, no hay nada que hacer».

Azaña invitó a Negrín a reunir al Gobierno y hacerle escuchar el diagnóstico de Rojo antes de tomar un acuerdo. Él, por su parte, creía que había que pedir la paz apoyándose en Francia, Inglaterra y alguna tercera potencia, concertando las mejores condiciones, no políticas sino humanitarias. «Por lo que uno y otro hablaron, y por lo que no dijeron», escribe Azaña, «quedé absolutamente convencido de que compartían mi opinión». 

Pero de la reunión del Gobierno y de las Cortes en las caballerizas del castillo de Figueras el 1 de febrero no salió un reconocimiento explícito de la situación. Para Negrín era fundamental aparentar una posición de fuerza. ¿Con el propósito de conseguir, con mediación extranjera, una paz justa o de prolongar la guerra y enlazarla con una presumible e inminente guerra europea? Hay opiniones para todos los gustos. Pero para entonces, tal y como reconoce Manuel Tuñón de Lara, «los servicios del Estado habían dejado de funcionar». Y en pocos días la república quedaría reducida a «un Estado decapitado».

Un Estado decapitado

El 5 de febrero Azaña pasa a Francia, pocas horas antes que el lehendakari Aguirre y el presidente de la Generalitat Lluís Companys. El Gobierno hace lo propio dos días después, aunque Negrín regresa a España por Alicante el día 10 con el firme propósito de organizar la resistencia. Pero las reuniones con Casado, jefe del Ejército del Centro, y con los demás altos mandos militares en el aeródromo de Los Llanos, en Albacete, le demuestran que cada vez se encuentra más solo en su empeño de resistir. 

Las circunstancias internacionales no ayudan. El 14 de febrero, Francia se compromete a entregar al gobierno de Burgos el oro español bloqueado en Mont de Marsan. Fracasan los últimos intentos republicanos de obtener ayuda adicional de la URSS, toda vez que al otro lado de la frontera seguía retenida buena parte del material bélico enviado tras la última y desesperada petición cursada a Moscú en diciembre de 1938.

Finalmente, el 27 de febrero Inglaterra y Francia reconocen al Gobierno de Burgos. Al día siguiente, en vista de los acontecimientos y ya en París, Azaña presenta su dimisión como presidente de la República. 

Primeros contactos con el enemigo

Para entonces, los contactos de Casado con el adversario, a través de la quinta columna de Madrid y del SIPM, el servicio de espionaje franquista, están bien avanzados. Los tanteos, que al parecer venían produciéndose desde finales de 1938, se sustancian a comienzos de febrero. La desmoralización provocada por la caída de Cataluña, la desconfianza hacia Negrín y su presunto entendimiento con los comunistas precipitaron las decisiones.

El 2 de febrero tuvo lugar la primera reunión de Casado con Besteiro en el domicilio del histórico dirigente socialista. Ambos se pusieron de acuerdo para la formación de un Consejo que sustituyera a Negrín con el objeto de negociar el fin de las hostilidades. El día 5, Casado se reúne con el teniente coronel retirado José Centaño, persona de confianza del SIPM en Madrid, y solicita una carta de intenciones de «su amigo» el general franquista Fernando Barrón.

El comienzo de la misiva de respuesta enviada desde Burgos, que incluye una serie de vagos compromisos de clemencia con aquellos individuos y combatientes republicanos que no tuvieran delitos de sangre, anticipa el fracaso posterior de la negociación: «Tenéis la guerra completamente perdida. Es criminal toda prolongación de la resistencia. La España nacional exige la rendición». 

La caída de Madrid fue el último acto de la amarga derrota republicana
Madrileños subidos a un camión se dirigen por la calle Toledo para recibir y vitorear a las primeras unidades nacionales que entran en la capital el 28 de marzo de 1939. EFE

La conspiración de Casado

–¿Qué pasa en Madrid, general?

–Me sublevé. Esto es todo.

–¿Se sublevó? ¿Contra quién? ¿Contra mí?

–Sí, contra usted.

–Perfectamente. Puede usted considerarse desposeído de su mando.

Así reconstruye el entonces ministro de Estado Julio Álvarez del Vayo la conversación telefónica entre Casado y Negrín la noche del 5 de marzo de 1939. El Gobierno estaba reunido en la llamada Posición Yuste, en la finca El Poblet, cercana a Elda, en Alicante, afrontando en la distancia la sublevación de la flota en Cartagena, cuando llegó la noticia del golpe en Madrid.

Ante el micrófono, previamente a la intervención del propio Casado, Julián Besteiro hizo el anuncio a medianoche: «El señor Negrín, falto de la asistencia presidencial y de la asistencia de la Cámara, a la cual sería vano intentar dar una apariencia de vida, carece de toda legitimidad. Yo os pido, poniendo en esta petición todo el énfasis de la propia responsabilidad, que en este momento grave asistáis, como nosotros le asistimos, al poder legítimo de la República, que, transitoriamente, no es otro que el poder militar».

Durante la madrugada hubo varias conversaciones entre Madrid y Elda, pero el acuerdo fue imposible. Se formaba el Consejo Nacional de la Defensa con Casado al frente y el apoyo del general Miaja y del anarquista Cipriano Mera. Negrín tomó la decisión de abandonar España, y desde el aeródromo de Monóvar partió la tarde del 6 de marzo con casi todos sus ministros y otras personalidades como Pasionaria, Rafael Alberti y María Teresa León o el también comunista general Antonio Cordón.

Una guerra civil dentro de otra

Siguió un mes frenético donde Madrid, como en 1936, volvió a ser el centro de todas las miradas. En esta ocasión la batalla de Madrid no fue entre leales y sublevados, sino en el seno del bando republicano. Un bando desarticulado en bandas, enfrentadas después de casi tres años de guerra, mermadas por las intrigas, la desconfianza, el agotamiento y la desesperanza. Durante casi una semana los combates entre casadistas y comunistas fueron muy duros. Desde Alcalá de Henares, el coronel Luis Barceló se subleva el 6 de marzo contra Casado. El enfrentamiento alcanza su máxima intensidad el día 10 en Madrid, y el día 12 las fuerzas comunistas, acorraladas en Nuevos Ministerios, se rinden. Pocos días después el Partido Comunista reconoce la autoridad de la Casado. Fueron jornadas sangrientas, aunque el cálculo de bajas, incluido el coronel Barceló, ejecutado por orden de Casado, difiere entre los dos centenares y los 2.000 de algunas fuentes.

Se impuso a continuación en Madrid una calma fúnebre mientras proseguían los contactos con el enemigo. Pero el diálogo resultaba infructuoso. Franco exigía la rendición incondicional. El 23 de marzo acuden a Burgos el teniente coronel Antonio Garijo y el comandante Leopoldo Ortega para proponer una moratoria de un mes para la evacuación y una rendición escalonada de los republicanos. La respuesta será un ultimátum: entrega de la aviación en 48 horas y rendición y entrega de armas del ejército de tierra en cuatro días.

Ofensiva final y rendición

Cuando el día 26 Casado y los suyos se disponían a aceptar la rendición, Franco ya había iniciado la ofensiva final en todos los frentes, incluido Madrid. Todos los miembros del Consejo, con la sola excepción de Besteiro, abandonaron entonces la capital. El coronel Prada, sucesor de Casado al frente del Ejército del Centro, fue el encargado de entregar la plaza de Madrid. Lo hizo el 28 de marzo junto a las ruinas del Hospital Clínico, en las trincheras de la Ciudad Universitaria, ante el coronel Eduardo Losas, jefe de la 16ª División franquista, mientras los generales Menéndez y Escobar aguardaban en sus puestos para entregar la fuerza, asumiendo la rendición incondicional.

Desde Ciudad Universitaria y la Casa de Campo cruzan el Manzanares y entran en la ciudad abierta las tropas franquistas. Como dos meses atrás en Barcelona, una población agotada recibe con alivio, rabia contenida o entusiasmo fingido a los vencedores. En Burgos ya está en cocina el último parte de guerra, correspondiente al 1 de abril. Cautivo y desarmado el Ejército Rojo. Su retórica delata que no habrá clemencia con el enemigo, como habían esperado Casado y Besteiro, y que las condiciones de la paz serán insoportables.

La monumentalidad anacrónica de la entrada noroeste de Madrid recuerda todavía hoy el espíritu de aquella victoria. Arrogante en las formas, implacable en la práctica, pero tan amarga en el fondo como la derrota republicana. Porque disfrazada de cruzada, aquella victoria fue la imposición de una España sobre la otra. Restaurar la convivencia tras la guerra y la dictadura fue un imponente esfuerzo colectivo. De vez en cuando hay que recordar aquellos tristes días, quizá dando un paseo por Rosales, para no olvidarlo.