Llegan en bici con sus mochilas isotérmicas. Las mismas con las que reparten comida a domicilio durante todo el día en un trabajo que, sin embargo, no les da para comprar la suya propia. Los repartidores de Glovo, Uber Eats o Deliveroo se han incorporado a las filas del comedor social de Martínez Campos, en Madrid, durante la crisis del coronavirus. Forman parte de las cerca de 500 personas que a diario se llevan una bolsa de comida preparada por las Hijas de la Caridad, que regentan el centenario comedor. “Nos sorprendió ver a los repartidores porque tienen un trabajo, pero hemos sabido que ganan una miseria”, dice Josefa Pérez, la religiosa que dirige el comedor.

Uno de estos trabajadores hace cola mientras empuja su bici. Se llama Enrique, tiene 40 años, es peruano y llegó a España hace un año y dos meses. Pasa a recoger su comida en un momento de la jornada de 12 a 13 horas que cada día hace en su bici esperando que le lleguen pedidos para repartir. “Antes del confinamiento me había salido una oferta de trabajo en una compañía de lavado de coches de alta gama, pero con el Estado de Alarma me la rechazaron, me quedé totalmente desestabilizado”, explica mientras avanza la fila.

Han sido sin duda los meses más duros desde que llegó de su país hace algo más de un año. “Nada más llegar a España fui a plaza Elíptica, donde cada mañana pasan buscando gente para hacer reformas, llevar escombros, poner pladur… A veces era complicado, había 200 o 300 personas esperando, pero me servía para salir adelante”, explica el peruano, que celebra contento que la empresa de lavado de coches le ha comunicado que pronto podrá incorporarse al puesto que le canceló en marzo: “Estoy muy contento, ya no tendré que venir a por la comida, uno no viene a este país para que le regalen todo, sino a conseguir algo mejor”.

Otros, como María, no han llegado con el coronavirus. Cobra una pensión no contributiva de menos de 400 euros y sobrevive desde hace años gracias a las ayudas de la Comunidad de Madrid y el comedor social. “Cuando empezó el confinamiento no podía venir porque tengo un problema pulmonar, había muchísima gente y me daba miedo a contagiarme, la cola daba la vuelta”, cuenta esta madrileña que reconoce que ahora se ve en la fila “gente de bien, bien vestida, alguno llorando”.

María vive en un hostal y echa de menos comer dentro del comedor en lugar de recoger la bolsa para llevar. “Antes comíamos caliente, podíamos repetir, una dieta balanceada, ahora los bocadillos, la fruta, no tiene nada que ver”, afirma. Sin embargo, con las bolsas, las hijas de la Caridad reparten cada día entre 450 y 500 bolsas de comida mientras que si se ciñeran a los aforos permitidos podrían alimentar, apunta Pérez, a unas 130 personas como mucho. “Eso no lo puedo hacer. Me lo dicen algunos que vienen y les digo, ‘vale, dime a quién dejamos fuera”, dice la hermana.

Y es que la crisis del COVID-19 lo ha cambiado casi todo, desde el perfil de las personas que necesitan una ración de comida a los servicios que estas hermanas pueden dar. Que Josefa recuerde, las puertas del comedor no se habían cerrado (se inauguró en 1916) salvo hace unos pocos años, cuando se derrumbó un edificio de enfrente. En aquel momento las personas entraban por detrás, en una puerta que da al colegio que regentan las mismas monjas. Ahora no pueden entrar, pero aún a puerta cerrada, la actividad del comedor no ha parado durante el confinamiento: "Les damos un bocadillo caliente, un plato preparado, una pieza de pan, fruta, agua y un refresco".

En las mesas largas donde antes comía la gente, ahora se extienden unas 450 bolsas a medio rellenar, las del día siguiente tienen ya un refresco, un plátano, dos ciruelas y una botella de agua. "Mañana le meterán el bocadillo caliente, el pan y algún plato precocinado. Paella, pimientos de piquillo rellenos, lo que sea", explica la hija de la Caridad. Además de las 450 bolsas diarias, lunes y jueves preparan bolsas a 70 familias a las que les dan comida para toda la semana. "Tenemos otros servicios como el centro de acogida, la orientación social, que hemos tenido que parar. Pero una comida diaria es otra cosa. Es básico". Nadie se queda sin comer en este comedor. "Si no es una cosa, es otra".

Dos cocineras y ocho auxiliares preparan las comidas cada mañana y para repartirlas cuentan con los trabajadores sociales. Todos colaboran para dar abasto con las largas colas que se forman cada día y que para la veterana religiosa muestran una crisis peor a la vivida en 2008. "Esto es más grave. Ahora mismo vienen personas que no llevan tiempo sin trabajar, que son víctimas de un ERTE, a algunos les han echado las habitaciones en las que vivían. Y en esta crisis no están los abuelos. Como no empecemos a prepararnos para otra forma de hacer, de vivir, no sé cuándo vamos a salir".

En Martínez Campos cuentan, además de las subvenciones de las Administraciones, con las donaciones privadas que, dice la religiosa, han florecido durante la epidemia. "Donde otras cosas no han llegado, ha estado el corazón de la gente", celebra la monja, que cuenta que durante la primera etapa fue el cocinero José Andrés el que aportó una parte de la comida preparada. Para la religiosa, lo principal es que siga llegando al menos, la misma ayuda que hasta ahora. Y una petición un poco más ambiciosa, que confiesa con algo de pudor: "Un horno, nos haría falta un horno grande".