El otro día estaba precisamente en el aeropuerto cuando se me rompió la tira de una de las sandalias que llevaba puestas, atadas al tobillo. Una faena como sabrán todas a las que se les ha deshecho un zapato en medio de la calle (pasa a veces, no crean) y han tenido que ralentizar el paso para que la planta del pie no termine dando directamente en el asfalto. El desaguisado no fue tan grave porque, como digo, estaba cerca de coger un avión y, maleta en mano, tenía varias opciones más de calzado.
El verdadero problema me vino a la mente cuando aterricé en Madrid. No quería que las sandalias negras más cómodas se fueran a la basura. Quería arreglarlas. Pero no tenía ni la más remota idea de dónde.
Es curioso cómo a veces las grandes ciudades se convierten en un lugar algo hostil donde cada vez hay menos espacio para el pequeño comercio. El hueco de un zapatero o el de una tienda de discos pasa a ocuparlo todo un mundo de cadenas americanas de hamburguesas, cubos de pollo frito, café carísimo de especialidad o donuts de colores. Donde despertarse en Madrid se asemeje cada vez más a Desayuno con diamantes que a Volver de Almodóvar.
Los establecimientos de toda la vida donde poder arreglar la ropa, hacer una copia de las llaves o una foto de carné, necesarios en el día a día de los lugareños, han pasado a mejor vida. Haciéndonos la nuestra un poco menos fácil.
El hueco de un zapatero o una tienda de discos pasa a ocuparlo todo un mundo de cadenas americanas de hamburguesas, cubos de pollo frito, café carísimo de especialidad o donuts de colores
Por suerte, en los barrios todavía quedan rincones útiles. Tiré de Google maps y encontré una "cerrajería" a dos calles de mi casa que arreglaba zapatos. Aproveché y le llevé dos pares a un cubano callado pero muy diligente que se desenvolvía en medio metro cuadrado asediado por ventiladores para poder pasar el infierno en el que se convierte la capital en estas fechas.
Como decía David Jiménez en El lugar más feliz del mundo hay una gran diferencia entre el turista y el viajero. En el centro de la capital se han asentado los tuk tuk. Sí, como lo leen, tuk tuk en un limbo legal en la movilidad madrileña que cobran entre 50 y 100 euros por una vuelta.
¿Se han preguntado en qué se parece la ciudad en la que viven a la ciudad que van a visitar este verano? Seguro que cada vez en más cosas. Los locales del núcleo de Madrid se ha rellenado de sitios de ramen, empanadas argentinas y boles de açai. Una fruta que viene, nada menos, que de Brasil.
Y, que no se entienda mal, el mensaje no es en contra de lo extranjero. La multiculturalidad enriquece las ciudades y es parte de lo bonito del mosaico que recrean las grandes capitales europeas. Cerca de mi edificio hay una pequeña tienda de productos latinoamericanos regentada por un colombiano gracias a la cual el otro día preparamos una comida mexicana de escándalo.
No es esa la crítica. Pero Madrid no puede perder su identidad. Su esencia no puede quedar desdibujada entre cientos de ofertas que hablan de todo el planeta menos de lo autóctono. Igual que Bangkok no puede convertirse en un escaparate de tortilla de patatas y croquetas.
A los tres días de dejar mis sandalias, el zapatero-cerrajero me pidió que fueras a recogerlas. 18 euros por ambas, muy buen precio. Esa tarde me escribió un Whatsapp pidiéndome por favor que le dejara una buena valoración en Google.
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