Desde hace semanas circulan en muy diferentes entornos rankings que insisten en presentarnos como los primeros en la tragedia del Covid-19. Desgraciadamente, nuestras cifras son descorazonadoras, pero tal vez deberíamos plantearnos hasta qué punto se pretenden forzar determinados datos, qué razones o intereses hay detrás, y qué consecuencias puede tener todo ello. 

Aunque no lo parezca a primera vista, todos esos rankings entran de lleno en la guerra por el relato que se está librando a nivel mundial y que se va a seguir librando durante largo tiempo. Lo desalentador es que un cainismo miope nos arrastra a librar esa guerra de cifras en contra de nosotros mismos.

En esta crisis cada país está contabilizando como buenamente le viene en gana. La propia Comisión Europea ya dijo hace semanas que la forma de contabilizar entre los distintos países de la Unión no era homogénea. Pero es que fuera de la Unión Europea el contorsionismo propagandístico es ya obsceno.

¿De verdad alguien puede creer que China, país de 1.400 millones de habitantes y origen de la pandemia, ha tenido 80.000 contagiados y menos de 5.000 fallecidos? ¿Va a resultar que el comunismo chino, opresor de toda libertad de expresión e información, se ha vuelto transparente justo en este momento? ¿Es realmente creíble que Rusia tenga 100.000 contagiados pero apenas unos centenares de fallecidos? Incluso en países como Estados Unidos o el Reino Unido se ha amenazado con despedir a sanitarios que denunciaban la falta de material de protección. ¿Vamos a creer que los que controlan los datos oficiales en estos países están siendo transparentes con los mismos? Por no hablar de otros países asiáticos, sudamericanos o africanos.

Todos los rankings entran de lleno en la guerra por el relato que se está librando a nivel mundial y que se va a seguir librando durante largo tiempo

No deberían existir muchas dudas sobre las considerables deficiencias de la gestión de nuestro Gobierno frente a la de países como Nueva Zelanda, Corea del Sur o Portugal. Sin embargo, algunos se resisten a reconocer que la contabilización en España no es, ni mucho menos, peor que la que se está haciendo en otros países de la Unión Europea —no digamos respecto de la de otros lugares del mundo—.

Pero no. Cuando el objetivo es arrasar al contrario, si es necesario postrarse como los primeros en la tragedia, que así sea. Si hay que incluir en las estadísticas casos que al resto de países ni se les pasa por la cabeza considerar, hagámoslo. Es igual que a nivel global esté maquillando sus datos hasta el apuntador y ya poco sea comparable. Si hay que figurar como el país con más sanitarios contagiados, insistamos en ello. Qué más da que ese dato carezca de toda consistencia cuando, por ejemplo, en el Reino Unido no se da información al respecto habiendo fallecido más de cien sanitarios.

No. Aquí no nos vale con ser exigentes con la contabilización de casos confirmados. Tampoco es suficiente con bramar contra la desprotección de nuestros sanitarios. Hay que ir más allá. Fiémonos ciegamente de las cifras que otros ofrecen. Llevemos las nuestras allí donde los demás ni se asoman. Empeñémonos en abrazar comparaciones imposibles que no se sustentan en datos consistentes, homogéneos y globales. 

Es indiferente. El objetivo es el desprestigio total y absoluto del adversario sin importar el coste que ello pueda tener. La rabia descontrolada de algunos les lleva a embestir desbocados aún a riesgo de herirnos a todos más profundamente. Su cainismo les impide ver que no hace falta forzar nada para que los datos oficiales ya pongan en entredicho la gestión del Gobierno. No se dan cuenta de que no es necesario hacerse eco de rankings infundados para denunciar una deficiente gestión de la crisis —como si lo que hay sobre la mesa no fuese suficiente para desacreditarla—. Del otro lado, personas que, ofuscadas por su propio cainismo se empeñan en contraatacar para desviar la atención y niegan evidencias con excusas endebles, no hacen sino avivar una polarización autolesiva. Unos y otros retroalimentándose, atrapados en su círculo vicioso. 

¿De verdad tenemos que hundirnos a nosotros mismos para desahogar inquinas ideológicas? ¿Somos conscientes del daño estructural que algo tan insensato e injustificado puede hacernos?

La rabia descontrolada de algunos les lleva a embestir desbocados aún a riesgo de herirnos a todos más profundamente

Hay numerosos ejemplos en la historia del perverso contraste que se produce entre el primero y el resto. Es el primero el que acapara todos los focos y es recordado, mientras que los demás se difuminan en el olvido.

El que bien podría denominarse Covid-18, por 1918, se conoce por el contrario como gripe española. Ninguna de las teorías que los expertos manejan sobre el origen de aquella pandemia, ninguna, apunta a un posible origen dentro de nuestras fronteras. Pero España era un país neutral en la Primera Guerra Mundial y, por tanto, no tenía según qué presiones para ocultar los datos sobre la incidencia de la enfermedad. Esta transparencia accidental acabaría por generar la percepción de que fuimos el país más azotado por la pandemia, algo que los registros de la época tampoco sostienen. Con todo, gracias a ese inmerecido primer puesto —tan conveniente para otros—, aquella pandemia se conoce desde entonces como gripe española.   

La cuestión es que el actual empeño por estigmatizarnos como los primeros en la tragedia no surge únicamente de sectores que quieren debilitar a nuestro país a toda costa o de quienes quieren utilizarnos para esconder su propia tragedia y errores. Personas que por un lado se golpean el pecho supuestamente orgullosas de España se convierten, por otro, en sus más feroces atacantes. No tiene sentido decir que vivimos en un gran país y al mismo tiempo vociferar que este es un “país de pandereta”. Afirmar ambas cosas a la vez es una contradicción en sí misma. Es ilógico. De nada sirven pueriles aspavientos patrióticos, y flaco favor se hace al país insultándole o dando pábulo a rankings carentes de todo rigor que dañan su imagen. Pero es que además, nada de esto hace falta. Insistir artificialmente en ser primeros en el desastre solo nos perjudica y no es necesario para clamar contra un determinado gobierno o poder cambiarlo en las urnas.

Precisamente porque vivimos en un gran país, sin engañarnos sobre sus problemas y defectos —alguno de ellos grave—, me resisto a que un cainismo visceral e irreflexivo, que otros no dudan en explotar, retroalimente complejos e inseguridades que arrastramos sin sentido desde hace décadas, si no algún que otro siglo, debilitándonos a nosotros mismos.


B. V. Conde es auditor del Estado.