Era una idea descabellada, rompedora, incluso marciana: abrir una cafetería de estilo americano en el centro de Madrid. Con sus sofás de escay y sus jarritas de sirope. Con su carta de batidos, perritos y hamburguesas. Se llamaría Nebraska, en homenaje a un estado que distaba a 7.400 kilómetros de la capital.

El proyecto cobró forma en 1955, impulsado por cuatro hermanos que compartían mucho más que el apellido. Por las venas de los Blanco corría sangre emprendedora y la dosis de locura suficiente para materializar con éxito una idea rompedora. Porque en la España de los 50 casi nadie sabía dónde estaba Nebraska. Ni lo que era un perrito caliente.

Cuando abrió sus puertas en el número 55 de la Gran Vía, en Madrid se regaban los torreznos con Mirinda y Casera. Y se bebía Anís del Mono y Soberano, repartido a diario en tabernas insulsas por camiones Pegaso. Escaseaba la oferta de locales donde tomar una merienda de postín, por una cuestión de pura lógica mercantil: la economía madrileña de los 50, aterida por la postguerra, no era capaz de generar ese tipo de demanda.

Nebraska echó a andar como un oasis neoyorquino en el centro de Madrid, pero sin vedar como las terrazas del Ritz. Porque la factura del perrito y la Coca-Cola no era asumible para todos, pero sí para muchos. Los clientes llegaron y la cafetería despegó. Tanto que los hermanos fundadores acabaron abriendo un Nebraska más. Y luego otro. Y así hasta cinco, un orgullo para los Blanco, engendrados todos al calor del desarrollo que inundó España; la bonanza económica que, paradójicamente, acabaría llevándoselos por delante.

Antigua imagen de la cafetería Nebraska en la Gran Vía de Madrid.

Antigua imagen de la cafetería Nebraska en la Gran Vía de Madrid.

En el mundo de los negocios sobran las contradicciones. Una de ellas mató a Nebraska, pero también a otras cafeterías con solera, como el primer café Comercial o el suntuoso Embassy. Otras capitales españolas cuentan con sus propias víctimas, aplastadas por la transformación de las ciudades y los hábitos del consumo. Por la homologación de los centros urbanos, donde la invasión de los Starbucks, McDonald’s, Zaras y H&Ms hacen que una arteria comercial de Barcelona apenas se distinga de otra en Bombay, en Praga o en Singapur.

El desembarco masivo de las grandes cadenas fue presionando al alza el precio y el alquiler de los locales. Cada vez menos establecimientos independientes podían permitirse pagarlos. Y cada vez más propietarios se sentían tentados de desprenderse de ellos. Nebraska empezó a asfixiarse porque las ventas no iban bien. Había perdido buena parte de su encanto y tenía poco músculo financiero para reinventarse. Pero, sobre todo, el fin de las cafeterías obedeció a una operación inmobiliaria.

Quien compró las cafeterías y echó el candado (y con él a casi cien empleados) fue un fondo de inversión, Corpfin Capital Real Estate. El objetivo no era el negocio mortecino sino los locales, cuya ubicación hacía salivar a quienes se dedican al ladrillo. Ideales para instalar un Zara. O un Starbucks, tan cafetería como Nebraska pero americana de verdad. Y ejemplo máximo de cómo un cuchitril puede convertirse en un imperio gracias al uso magistral del marketing.

Primera cafetería de Starbucks, abierta en Seattle en 1971.

Primera cafetería de Starbucks, abierta en Seattle en 1971.

El caso de Starbucks lleva años estudiándose en las mejores escuelas de negocios. En sus clases explican qué subyace bajo un modelo empresarial “a prueba de recesión”. Así lo definió en 2002 el artífice del milagro, Howard Schultz, sacando pecho con datos que reventaban los powerpoints en cada presentación ante analistas. Ese año, se cumplían diez años del debut de Starbucks en Wall Street y la cadena de franquicias había logrado pasar de 140 a 5.000.

El prodigio comenzó a fraguarse en una cafetería peor situada que Nebraska y con menos glamour que Embassy. La abrieron en 1971 tres socios junto al mercado de Pike Place, en la Bahía Eliott de Seattle. Se parecía más a una taberna de puerto que a una cafetería con el look americano habitual. Hasta el nombre era un homenaje a un personaje de Moby Dick, el oficial Starbuck del barco ballenero Pequod. Servían y vendían café de calidad. Ése era su único elemento diferenciador, con el que pretendían que el cliente entrara en su local y no en el vecino.

Starbucks caló en el barrio y los granos empezaron a traducirse en cientos de dólares directos a la caja. Una década más tarde, los fundadores se decidieron a dar un salto estratégico y contrataron a un experto en marketing para expandir el negocio. Howard Schultz sabía poco de hostelería y mucho de ventas. Fue su talento el que hizo inmenso a Starbucks, el que eclipsó a los tres tipos que pusieron la primera piedra en Pike Place.

El presidente de Starbucks, Howard Schultz, durante una visita a Milán.

El presidente de Starbucks, Howard Schultz, durante una visita a Milán.

Durante un viaje a Italia, a Schultz se le encendió una bombilla que a la postre valdría miles de millones. De las cafeterías italianas emanaba no sólo aroma a granos tostados. También un culto al café, a la charla tranquila, al encuentro. A sentirse casi como en casa. “La idea fue crear una cadena de cafeterías que se convertirían en el tercer lugar de América”, explica Howard Schultz en el caso sobre Starbucks que imparte el Iese a miles de altos directivos. “En aquel entonces, la mayoría de los americanos tenían dos lugares en sus vidas, la casa y el trabajo. Pero yo creía que las personas necesitaban otro lugar, un espacio donde pudieran ir para relajarse y disfrutar con otros, o simplemente estar a solas”.

Schultz implantó un modelo único con dos grandes pilares. Por un lado, convirtió a la plantilla en un ejército adiestrado para ser operativo al máximo y tratar lo mejor posible al cliente, que debía –no olvidemos- sentirse como en casa. Además, impregnó a los empleados, a quienes la empresa llamaba “socios”, de un elevado sentimiento de pertenencia. Por otro, fue sumando a la buena calidad del café otros detalles distintivos, desde la calidad y el volumen de la música, a la decoración y el mobiliario.  Todo con un objetivo más ambicioso que invitarles a descubrir el local. Sturbucks quería fidelizarles, que repitieran.

El tiempo dio la razón a Schultz con cifras halagüeñas, que probaban la solidez de los dos pilares: la rotación de la plantilla era baja y las ventas altas. La fórmula fue forjando la cadena en los 80 y la salida a Bolsa en 1992 tuvo un tremendo efecto multiplicador. Millones de inversores dieron a Starbucks capital suficiente para expandirse a lo grande. Hoy es de lejos el mayor grupo de cafeterías del mundo y una de las mayores cadenas de franquicias. Cuenta con más de 23.000 repartidas por todo el mundo, en centros comerciales, en gasolineras, en estaciones de tren, en aeropuertos. Y por supuesto en las mejores avenidas de los centros urbanos. Como la Gran Vía de Madrid, donde uno de sus locales vende café justo en frente del primer Nebraska, clausurado y listo para albergar otro Zara. O un Starbucks más.