El nombre de Vladímir Putin es conocido en todo el mundo, hasta en los rincones más remotos. Pero la Rusia contemporánea es un país menos grande y, sobre todo, mucho más débil que la Unión Soviética. La URSS estaba compuesta por quince repúblicas que hoy son independientes; era la matriz y el motor de un extenso Imperio comunista mundial que agrupaba desde 1919 a todos los partidos comunistas integrados en la Internacional Comunista y, desde 1945, a los que habían tomado el poder, reunidos en el llamado «campo socialista», al que controlaba estrechamente, especialmente en Europa central y oriental, pero también en Vietnam, en Cuba, en China durante mucho tiempo, etc.
La URSS gozaba de un considerable apoyo entre un numeroso grupo de países en desarrollo, que se declaraban «países no alineados», y de innumerables simpatizantes en todo el mundo. Además de los noventa partidos comunistas presentes en todos los continentes, disponía de extensos canales de influencia, como la red del movimiento por la paz, la Federación Sindical Mundial y los movimientos anticolonialistas. Estos factores, junto a la victoria sobre la Alemania nazi en 1945 y la posesión de la bomba atómica en 1949, convirtieron a la URSS en la segunda superpotencia mundial, solo por detrás de Estados Unidos.
Hoy todo eso ha desaparecido. El PIB del país, según una proyección para todo el año 2022, sitúa a Rusia como undécima potencia mundial, por detrás de India y Brasil, pero ni siquiera podrá conservar esa posición debido a las sanciones impuestas por Occidente tras su agresión contra Ucrania.
Los pocos países amigos de Rusia son, en su mayoría, Estados parias, como la Siria de Bashar al Asad, la Venezuela de Nicolás Maduro, la Corea del Norte de Kim Yong-un, el Irán de los ayatolás y, last but not least, la China de Xi Jinping
En el mundo hay pocos países amigos de Rusia, y la mayoría son Estados parias, como la Siria de Bashar al Asad, la Venezuela de Nicolás Maduro, la Corea del Norte de Kim Yong-un, el Irán de los ayatolás y, last but not least, la China de Xi Jinping. En términos de influencia internacional, no propone ninguna idea que pueda seducir al mundo, como había ocurrido con la utopía comunista, y se conforma con el antioccidentalismo —sobre todo el antiamericanismo—, que goza de cierta popularidad en los países en desarrollo, aunque no impide tener tratos con Occidente. Y no cabe duda de que los países que en el pasado formaban parte de la «esfera de intereses soviéticos» están plenamente decididos a no volver nunca a ella.
Bajo la dirección de Putin, la Rusia llamada «poscomunista» se ha transformado en una potencia del mal
Entonces, ¿por qué Vladímir Putin ocupa desde hace más de un decenio el primer plano de la escena internacional? Sin duda, porque su régimen hace uso de tácticas perversas contra las cuales las democracias a menudo se encuentran impotentes. En tan solo veintidós años, bajo la dirección de Putin, la Rusia llamada «poscomunista» se ha transformado en una potencia del mal, y el principal producto que exporta no es otro que el miedo. Con sus amenazas de ataques nucleares, Rusia trata de impedir que Occidente preste una ayuda más masiva a Ucrania y ganar su guerra imperialista. Con sus amenazas de escasez alimentaria y energética, intenta doblegarnos para que levantemos las sanciones que están haciendo caer su economía. Con el despliegue de redes de propaganda y desinformación en el mundo entero —y entre nosotros en particular—, intenta socavar desde dentro la unidad occidental, incluso sembrar aquí la guerra civil.
Esta política del mal se ha diseñado en el seno del KGB, alma mater de Vladímir Putin, su verdadera universidad, el lugar don-de recibió su formación teórica y práctica. Los rusos dicen que no hay exchequistas y, parafraseándoles a propósito de Putin, podemos afirmar aquello de «chequista una vez, chequista siempre». Tal vez haya llegado la hora de hacerse una pregunta muy sencilla: ¿cómo es posible que una persona que dimitió oportunamente e del KGB el 20 de agosto de 1991 —en el momento del fallido golpe de Estado contra Mijaíl Gorbachov, cuando su jefe, el alcalde de San Petersburgo, Anatoli Sobchak, se había pronuncia-do en contra de los golpistas— fuera nombrada unos años después, en 1998, presidente del FSB, la nueva denominación del KGB? Es inconcebible que alguien que había «abandonado» el KGB en un momento crítico, y que solo era teniente coronel y no general, accediera a la cúspide de esta organización sin pertenecer a la «reserva activa», a saber, los exmiembros del KGB con-vertidos en colaboradores del FSB y encargados de infiltrarse en el aparato del Estado surgido de la implosión de la Unión Soviética en 1991.
Es así como debemos entender su famosa «broma» en una reunión de miembros del FSB con motivo del Día del Chequista en diciembre de 1999: «Me gustaría señalar que el grupo de oficiales del FSB enviado en misión encubierta en el seno del Gobierno ha completado con éxito la primera fase». Putin era ya jefe del Gobierno, y la etapa siguiente era la presidencia, a la que accedió en 2000 y que conserva desde hace veintidós años, con el breve interludio del verdadero-falso presidente Dimítri Medvédev.
La trayectoria de Putin que exploramos en estas páginas es la de un agente secreto convertido en zar que conserva una fidelidad incondicional a sus raíces de Homo sovieticus y a su visión del mundo formada en el seno del KGB, pero también una lealtad personal a sus verdaderos mentores, que se mantienen en el anonimato. Como le gustaba repetir al disidente Vladímir Bukovski, «Putin es coronel, pero por encima de él hay generales».
En esta obra, que reúne a los mejores especialistas franceses y extranjeros en Rusia —algunos originarios de la Unión Soviética— y en el comunismo, intentamos repasar la trayectoria de Vladímir Putin y ofrecer una visión de su gobernanza, proponiendo la tesis de que sus métodos y su táctica se inspiran en los valores del KGB, lo que nos permite un enfoque único. Hemos mencionado más arriba «la Rusia llamada poscomunista», pero rechazamos la tesis del poscomunismo porque observamos que el comunismo es, sin duda, una ideología, pero sigue siendo muy flexible, lo que permitió por ejemplo a Stalin tejer vínculos de amistad con el régimen nazi. Como enseñó Lenin, el comunismo práctico fue ante todo una técnica de toma del poder por un grupo de revolucionarios profesionales. Lo legitimó mediante una ideología de clase —da igual si se trataba de un seudogrupo social o étnico—, creando una desigualdad de principio en favor del Partido, que sometió a la mayoría de la población. Y también ideó el conjunto de medidas dirigidas a eternizar ese poder gracias a su ideología de fachada, en la que el aparato de represión y terror, la Checa —el peso del castigo—, desempeñó un papel decisivo incluso en el control de la economía. Este modelo de régimen totalitario ha sido y sigue siendo verdad para todos los regímenes comunistas del mundo.
Este es el régimen que crea confusión en el mundo entero y cuyas miras imperialistas van mucho más allá de Ucrania
Putin ha ido más lejos. Se ha abolido la idea comunista y el Partido ha perdido el poder, pero ha conservado el sistema de gobernanza comunista, cuyos atributos más importantes son la verticalidad y la no alternancia en el poder, garantizadas por los servicios secretos —en primer lugar, el FSB—, por la existencia de un grupo social privilegiado y por el control de la economía. Podría hablarse, por tanto, de «sovietismo sin la idea comunista». La novedad de su sistema reside en la fusión del régimen con grupos mafiosos y, por ende, con sus prácticas de crueldad, así como en la corrupción endémica, especialmente en todos los peldaños del poder. Este es el régimen que crea confusión en el mundo entero y cuyas miras imperialistas van mucho más allá de Ucrania.
En 1997, la editorial Robert Laffont y el fallecido Charles Ronsac publicaron El libro negro del comunismo que, gracias a la apertura de los archivos de Moscú, reveló de forma documentada la magnitud y el carácter intrínseco de los crímenes del régimen fundado por Lenin y sistematizado por Stalin. En aquel entonces pareció que la difusión del libro en más de veinticinco países había contribuido a arruinar el prestigio moral de la URSS. Y el fracaso del golpe de Estado de Moscú en 1991 y la subsiguiente dimisión de Mijaíl Gorbachov simbolizaron para la mayoría de los observadores una salida del comunismo y un cambio de época. Sin embargo, aquí presentamos las etapas de la «reconquista» emprendida por el KGB-FSB y su protegido, Vladímir Putin, desde su ascenso al poder hasta la guerra en Ucrania, que continúa y cuyo desenlace no es posible augurar.
Hacemos la crónica de la suma de crímenes de Putin contra su propio pueblo, sometido y embrutecido, y contra otros pueblos —ucranianos, chechenos, georgianos, moldavos, sirios, venezolanos— a los que este régimen impide un desarrollo normal al sostener a sus gobernantes dictatoriales o al imponerles la guerra y la destrucción de su economía. Es el mal como principio político lo que hace que Putin sea conocido por los pobladores de nuestro planeta. Describir en detalle su trayectoria y sus actos es una tarea esencial.
Espasa publica El libro negro de Vladímir Putin, un libro coral coordinado por Galia Ackermann y Stéphane Courtois.
Galia Ackerman (24 de junio de 1948) es una historiadora, periodista y ensayista francesa de origen ruso.
Stéphane Courtois (25 de noviembre de 1947), es un historiador francés y director de la investigación académica en el CNRS (Universidad de París X).
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