En ARCO, la obra de arte podría ser la misma limpiadora tirando a la basura un cuadro rajado, un torso embotellado o un cenicero con un consolador. O sea, la obra de arte recursiva, retorcida, interactiva, y con su componente de azar y de plan, como la música aleatoria de Stockhausen. Que sea arte la propia negación del arte (por ahí empezó Duchamp). Hubiera sido una genialidad que Santiago Sierra hubiera concebido su obra Presos políticos así. No ya como esa serie de fotos pixeladas, esa gente atacada o silenciada como por grandes arañas cuadradas, siniestramente enteladas. No, sino sólo como provocación para que los escozores políticos, la finísima piel de gato pelado de los ofendidos, los espantados, los cagones, los burócratas, los pelotas, los bruñidores de calvas ministeriales y los betuneros de teléfonos con bombilla roja, ellos, digo, ejecutaran la verdadera obra de arte. Y esa obra sería la negación del arte quitando la obra, borrando esa pared, dejándola en un espejo evaporado, en un acuario plegado, en ese silencio de extraer el arte con bomba de vacío. Incluso, después, se podría rellenar ese espacio con otra obra, pero ya no sería sino parte de la obra primigenia, como lo serían ya los periódicos, los telediarios, los memes; nosotros ahora mismo, yo escribiendo primero, ustedes leyendo luego. Y todo, previsto por el artista.

Sí, hubiera sido una genialidad. Pero no. Sierra se quedó en el primer nivel, por supuesto: unas fotos con mosquitera política o moral que no eran más que lo que son, un cartón plano y una idea un poco de decoración de bareto. Y ya, sin intención estética (el arte es su intención) lo que pasó luego con ellas no es arte. Es sólo esa vulgaridad habitual de nuestros escalafones del poder y la política, más esa mirilla moral, tan sórdida, del español señalador, castrante y digno, como un caballero de la mano en el pecho con tijera y tampón. Y digo todos los escalafones porque estos vapores de la decencia, la corrección y el escarmiento suben y bajan por donde los montacargas. Primero, subieron por correveidiles y colilleros. Luego, en las alturas de IFEMA se fue acumulando esa boina gaseosa de horror, amenaza y, por fin, determinación. Todo ello se condensó en Clemente González Soler, que, centrifugando poder y moqueta, se dirigió a la galerista, Helga de Alvear, que aunque tenga nombre de valquiria o novia de Lohengrin (wagneriano en todo caso) tiene que comer, necesita estar en ARCO seguramente para sostener ese nombre alado. La galerista retiró la obra obedientemente ante la visión de las runas del jefazo, que no conoce el efecto Streisand, y el artista volvió a sucumbir ante la jerarquía, como cuando el conde Arco, maestro de cocina del príncipe-arzobispo Colloredo, echó de un puntapié a Mozart.

Los derechos humanos no son cosa de esteticistas académicos o letraheridos de mesón

Santiago Sierra no es Mozart, pero no tiene que serlo. Éste suele ser uno de los argumentos de esa gente que respira por sus ofensas: que el arte es malo, mediocre, de mal gusto. O que no es arte, como todo el arte de ahora, añadirán, hecho con tenderetes, escombros, ortopedia y engrudo. Los argumentos para repudiar estas groseras censuras no son estéticos, por supuesto, sino éticos. Ortega creo que no acertó del todo con lo de la deshumanización del arte, porque el arte siempre ha sido una pelea contra la naturaleza, antes que nada la propia naturaleza humana, que lo llamaba a comer y copular, no a pintar nenúfares. El ser humano se ha humanizado desnaturalizándose, y el arte también. O sea que, en realidad, cuanto más alejado de la naturaleza, más humano es el arte. Los que sólo ven arte en cuadros de pescadores y en el realismo de comedorcito se han quedado muy atrás en arte y en humanidad. Suele ser esa gente que sólo aprecia bodegones y tallas de su parroquia, que les despiertan la piedad y el hambre mecánica y alternativamente. Que el arte contemporáneo pueda ser una mamarrachada, que se llame arte a un cubo fondado o a una aljofifa en un mástil, se puede discutir estéticamente. Pero los derechos humanos no son cosa de esteticistas académicos o letraheridos de mesón.

Esto no va de que sea arte o no una banderilla en un rollo de papel higiénico, ni de que el arte tenga que expresar una verdad filosófica ni científica ni periodística. Ni que deba ser conveniente, didáctico, bello o ejemplarizante para el pueblo, o fanfarriero o cómodo para el poder. Nos acercaríamos así al aciago concepto de “arte degenerado”. Esto va de libertad de expresión, una libertad que no puede tener más límite que los demás derechos humanos, como en todos. Sobre ese límite puede haber, a veces, controversia, margen para el debate ético o jurídico (hay varios ejemplos ahora, para los que no tengo espacio). En esto de ARCO, un calentón de chupatintas, ni siquiera eso.

En ARCO podemos tener un descuido y barrer una obra, o comernos el bocadillo sobre ella. En otros casos, no: no hay manera de confundir el coño de un Schiele, negro como una trenza negra, con una bicicleta al revés. Hay gustos y hay sensibilidades. Hay opiniones y hay vergüenzas. Pero no hay ningún derecho a no ser ofendido, más que nada porque hay quien se ofende por todo. No hay ningún derecho a tapar lo que no nos gusta, a que nadie mire lo que nos incomoda o insulta. Si además ni siquiera es un ofendido, sino un interesado o un mercader, es aún peor. Sin duda, éstos que exudan tan puritanos efluvios en IFEMA deberían estar ya cesados y en su casa, disfrutando del tiempo libre haciendo cuadros con lentejas. A lo mejor son arte o son un mamarracho, pero no se los vamos a tirar a la basura con las mondas y los peluquines.