Huyen de Madrid los Borbones vestidos de Wimbledon, hartos de estar en los asadores de castillo que son sus palacios, donde no dejan de quemarse como un jabalí regio la monarquía y su mucha parentela. Huirá de Madrid pronto Pedro Sánchez, recién llegado y ya cansado de la capital, como un torero de Sevilla. Hay que huir, de la hoguera o subasta de tus cuadros dinásticos, o de la constante torpeza de ser presidente del Gobierno pero parecer sólo el presentador de La ruleta de la suerte. Pero ahí está agosto, echándonos fuera como a cubazos de sol y ecos. Cómo no escapar en agosto. Agosto es la excusa, como lo es para un niño un globo o una pelota huidos, que te llevan de mundo a mundo, de una madre a una orilla o de una caracola a un muslo. Pero cómo no escapar en agosto, y más de Madrid.

Llega agosto y las avenidas casi vacías de Madrid parece que están puestas para que aterricen aviones, son pistas de aeropuerto, con todo su espacio ocupado por espejismos. Pasa algún coche a mediodía y es como una diligencia o un tren correo que desprecia y desperdicia toda la anchura del desierto y del tiempo. Los peatones se saltan los semáforos como si sólo les pudiese atropellar un armadillo. Si yo fuera rey, aunque tuviera todo el verano ya puesto en los palacios como un plato decorado con pastoras, también huiría, por no ver el reino así, como bajo la maldición de rueca de una bruja. Si yo fuera presidente, aunque no sintiera que el Congreso me come con su forma de cepo, ni que debo hacer que la gente olvide que voy como de Geyperman igual a las cumbres internacionales que a los conciertos, también huiría, por no pensar que es el ciudadano el que huye de mí como de un horrible DJ playero.

Huye la Familia Real para olvidarse de que son familia real, para pensar que sólo son artistas de cine

Sólo los taxistas están poniendo ahora un jaleo como de vaqueros conduciendo ganado, pero es sólo un meandro de ajetreo en este Madrid que de repente parece un arrozal. Hasta me están cerrando los bares. Tengo que cambiar de itinerario por mis tascas de Chamberí, zigzaguear en Ponzano, sortear por la Cava Baja o Malasaña las persianas metálicas echadas, todas pintadas como por okupas radiactivos, y hasta ver cómo el calor o la desgana despegan los azulejos de botica de los locales, como si se le cayera el zapatito azul a la señorita perfumada, corista o tísica que está ahí en la pared desde hace un siglo.

Huyen de Madrid los oficinistas con reloj bomba, para seguir siendo oficinistas en la playa aunque metan el reloj en agua. Huye la Familia Real para olvidarse de que son familia real, para pensar que sólo son artistas de cine, como si veranearan Antonio Banderas y Melanie Griffith, todos de blanco y de aceituna de Martini, que no es un color pero sí una pose. Huirá Pedro Sánchez, a la playa de Mojácar o al Palacio de las Marismillas, como sus antecesores. Deberá tener cuidado Pedro, porque aquello es peor que La Moncloa. Allí también se vuelven locos los presidentes escuchando pájaros y bestias y vientos silvanos, como dioses tartésicos, todo el día y toda la noche (me he acordado de aquello de Caballero Bonald, Toda la noche oyeron pasar pájaros). De Doñana salió González tiznado como un carbonero de allí, y Aznar creyéndose Napoleón, y Zapatero como un flamenco cojo de alas. Sánchez podría salir pensando directamente que es Apolo en bronce vegetal, que le falta poco en realidad.

Huyen todos de Madrid, y también huiré yo pronto, de este verano al revés, donde la gente no viene sino que escapa, donde las plazas no revientan como espuertas de uva sino que se vacían. Este verano como desecado, sin el mar de toda mi vida, sin ese sol del sur, hecho de helado y adobo. Cuando huya unos días a Cádiz, no pensaré que huyo de la capital, que me gusta demasiado, incluso ahora, cuando Madrid parece calva bajo su sol de chapa. No. Yo pensaré que huyo de los políticos que hacen de forzudos en La Moncloa y de matones en Cataluña y de papagayos en monociclo en Waterloo.

Y hasta de los Borbones que borbonean igual en la ópera que bajo un dosel que en hidropedal. Y de los nuevos pisaverdes y los viejos fantasmones. Huiré para beber del mar por los ojos como un pajarillo de una fuente. Y volveré, claro, cuando Madrid haya recolocado sus dioses de voladizo y aseguradora, su Gran Vía como un Broadway con castañeras, sus plazas con sombra de violín y droguería, sus bares de artistas sin musa o sin siglo, que es el mismo bar que el de los curritos sin tabaco; sus calles, en fin, de nuevo persiguiendo a toda velocidad a las demás calles. Volveré cuando Madrid haya reiniciado su política de gran Babilonia guapa y sucia. La política que ahora se para como la pianola de la ciudad, mientras sólo queda abierta la castiza churrería del sol.