Cómo llegar a La Moncloa, donde supremacistas de la raza y la pela han estado de chupitos, sabiendo que es a ti, sin embargo, a quien Sánchez considera una infección, un tumor en la democracia. Eso debía de pensar Casado. Por la nueva Moncloa de Sánchez, hecha un poco de origami y humus, han pasado ya Torra como un nibelungo, Susana Díaz como una animadora vencida por el friki de la clase, o Macron como si fuera el mismo Brandon Flowers (el de The Killers). Sánchez, en realidad, sólo ha estado probándose trajes con ellos, el traje del talante, el de la victoria, el de estadista, los trajes que necesita luego para hacer largos en su pasarela con trote de caballo bailarín. Acuerdos, soluciones o simplemente decisiones no son tan importantes como montar esta especie de carnaval veneciano. A todos los visitantes les pone sonrisa y manos de jazz, incluso a los enemigos de la democracia que vienen con el regalo de un grillete para osos y orujo barrigón de la tierra. Pero con Casado no es lo mismo.

Sánchez siempre consideró una tarea de desinfección echar al PP. Aún lo considera. Para la progresía de tetería, con ese gran almohadón de política-moralina que cubre todo su culo y su cielo, el PP no es un adversario político, alguien simplemente con otras soluciones o perspectivas o errores sobre la economía o la gobernanza. No, el PP es algo que debe ser expulsado no sólo del Gobierno sino de la democracia. Sólo es una excrecencia autoritaria, una rebaba franquista y una cueva de ladrones. Así lo cree el PSOE del felipismo y los ERE. Y las izquierdas todavía pegadas a fetiches totalitarios y a muchedumbres de soga y bieldo, para las que cualquiera que no vaya con el puñito en alto como arreglando la única bombilla que ve en la historia es un fascista, la palabra más barata, más usada y menos reconocida en esta izquierda.

Casado estuvo serio, como no queriendo colaborar en ese truco de contar las sonrisas como triunfo

Cómo ir a esa nueva Moncloa de paseos y chorritos morunos sabiendo que te consideran peor que Torra. Quizá por eso Casado estuvo serio, como no queriendo colaborar en ese truco de contar las sonrisas como triunfo u objetivo político. Los socialistas han estado pidiendo estos días a Casado altura de miras, lealtad, que cese la demagogia y eso de ir a saludar a inmigrantes puestos a secar. Se lo podría aplicar Sánchez, que ha convertido su Gobierno en una agencia de representación, un museo de cabezas, una carpeta de pegatinas adolescentes y una convidada de amigotes en las instituciones, todo un festival de castillos hinchables simbólicos mientras los indepes y podemitas lo sujetan como una mosca por las alas. Pero Sánchez le ha pedido a Casado “una oposición responsable”. A Torra no le pidió tanto, ni con tanta intensidad. Como que no le pidió nada, la verdad.

A lo de la oposición “responsable” Casado le añadió algo: “firme”. Ni apaciguamiento ni concesiones en Cataluña. Y si siguen con la hoja de ruta independentista, que tienen plastificada en Sant Jaume y en Waterloo como su menú del día, volver a aplicar el 155. Por supuesto que Sánchez y Casado no iban a estar de acuerdo en inmigración, ni en Cataluña. Pero a Sánchez no le importan tanto las intolerables amenazas del independentismo, los pellizcos de madre superiora de Puigdemont, ni la manera en que Marruecos está probando al nuevo Gobierno de España y a Europa abriendo la mano con la emigración, aunque ése no sea todo el origen del problema. Se trataba más que nada de sacar todo el plumaje anti-PP delante precisamente del PP. Quizá por eso Cristina Narbona empezó su comparecencia echándole la bronca a Casado: esperaba la presidenta del PSOE que la reunión le hubiera servido para “comprender que su liderazgo ha comenzado de una manera totalmente equivocada” con “declaraciones demagógicas”. Casi tan duros como con Torra, en fin.

Lo que Sánchez ha vuelto a hacer bajo la amable sombra de parra de La Moncloa se llama “farol de poder”. Coreografía del poder y de la gobernanza aunque no haya poder ni gobernanza reales. Apariencia de poder que esperan que atraiga el poder de verdad: ganar las próximas elecciones. Las piernecitas de alambre de Sánchez tiemblan cuando habla Rufián como si se peinara Travolta, o cuando habla Puigdemont desde Waterloo, desde su casa que parece una fiesta con tiovivo. Pero en las escaleras de La Moncloa, eso no se le nota. Cada invitado le deja un traje, cada invitado hace caja. El que no hace de enemigo figurante hace de esperanza aplazada. Y Casado le dejó a Sánchez una nueva derecha como de diente de leche a la que le aplicará el cordón sanitario de siempre.

Torra no sé si se llevó de La Moncloa un cenicero o un pañuelo dedicado de Sánchez, pero Casado sólo se ha llevado ladridos y la conmiseración de beata de Narbona, deseándole algo así como la iluminación o la conversión o la renuncia, igual que a un endemoniado. No otra cosa se le puede desear a quien está fuera de la democracia, a un partido que hubo que echar con lejía y que ahora debe ganarse, si acaso, con tiempo y docilidad, el carné de demócrata mediopensionista que emite el progre. Y así, haciendo de fuente de los suspiros en la escalera de La Moncloa, tirando de derechona y pacharán, Sánchez aguantará hasta las elecciones faroleando con lo que no tiene: ni poder ni propósito.