Aquel agosto, con helados espaciales, con cañaverales en los muslos, con los colegios vacíos en el aire, como goletas abandonadas en tu calle. Aquel agosto de playa con cinquillo, de casetas de forzudo o de Chaplin, de remates de cabeza en la arena a un balón también de arena, de medicina del mar en los ojos y en la garganta y en el pubis. Aquel agosto de pies en los cubos, como cangrejos; de sangre y tierra en las frutas, de mi abuelo con pájaros en el patio o en el pañuelo, de mi otro abuelo haciendo como el gazpacho de un bandolero. Aquel agosto de bicicletas con crin, como caballos de vaquero, de pan con chocolate, de tirachinas y batracios, de noches con las niñas de los forasteros vestidas de té de jazmín por los patios.

Aquel agosto de Superman en los carteles y en los dulces, de ir al cine nosotros mismos como sus indios o sus chinos, o como carne para el tiburón de la película, que luego nos daba miedo meternos en el mar, por aquel tiburón. Aquel agosto con mi primera máquina de escribir escribiendo con una tinta policial y nocturna, aquella máquina guardada y trasladada como un acordeón con carbonilla. Aquel agosto de tómbolas de verbena, de falsos cíngaros con cafetera, de autos de choque con el primer rock de la vida y el primer chicle que uno quería de otra boca. Aquel agosto con aquella muchacha que ayudaba en casa, algo enamoradillo yo de su olor a colada y a maíz frito y a pezón de campo.

Aquel agosto de chiringuito con Madonna, del primer gin-tonic, de los primeros cigarrillos ensayados como el número de un tragafuegos. Aquel agosto de conciertos, de aquella chica con cola de caballo, de aquellos ojos verdes que besé como acercándome a una caracola, allí ante el mar igual que ante los propios dioses. Aquel agosto de grabar cintas, de escribir cartas, de ir a recoger a una novia, o ir a visitar a una novia, a su casa del centro, o a su pueblo extremeño, o a su Madrid y sus ministerios como presas hidroeléctricas. Aquel agosto de romper un corazón en ayunas, de que me lo rompieran a mí tensándolo y punzándolo poco a poco, como una cuerda de guitarra; de encontrar otro al final de la carne que deseaba, ese corazón que me robaría el mío ya para siempre (ahora la tengo, a ella, a mi lado).

Aquel agosto con reportajes en el periódico, el cielo con olor a madera de los pueblos altos de Andalucía, una pobreza y una riqueza en el mismo cobre de la tierra. Y el espanto de aquel inmigrante muerto en la playa, horriblemente hinchado y blanco, devuelto ya en plástico por el mar, y hacerle el cuidadoso artículo vendándolo o desvendándolo. Aquel agosto con mi primera novela como un ternero recién parido, negro y resbaladizo, vivísimo y pobre; ser como padre de uno mismo entre la alegría y la fragilidad y la penuria.

Y aquel agosto escribiendo una columna con arena o cristales en los dedos y en los ojos, desechando la que había entregado antes porque llegaban noticias de atropellos en la Rambla, ya de atentado luego, y toda una ciudad querida, lejana y rota entraba con gritos por la ventana, como una ventisca, aun tan lejos. Cómo no escribir de aquello en ese día, cómo no escribir de aquello en este día. Aquel agosto de muertos convertidos en sellos para esa república de fanáticos de las teas y de la carne cruda, de sheriffs de polígono y joteros de la raza. Aquel agosto de manifestaciones con pancartas y esteladas ganchudas para arrastrar a la vez cadáveres y balcones. Aquella “guirnalda de sangre que se ponía el procés” (escribí entonces), que aún se pondrán para glorificar lo suyo, eso suyo donde los muertos sólo les hacen empedrado y testimonio.

La memoria que nunca nos deja, que nunca perdona. Aquel agosto, aquellos agostos. Aquel agosto que no se olvida, aquel agosto que no se cura.