El internacionalismo proletario murió el 31 de julio de 1914. Ese día un joven chovinista asesinó en el centro de París a Jean Jaurès, fundador de la SFIO (Sección Francesa de la Internacional Obrera). Las balas que acabaron con su vida fueron disparadas tres días después del comienzo de la Primera Guerra Mundial, pero el pacifista Jaurès ya estaba condenado a muerte desde el 23 de julio anterior, cuando, en un discurso pronunciado en Lyon, exhortó a los trabajadores de todos los países concernidos a unirse para evitar el horror de la guerra. Sin embargo, los socialistas alemanes votaron el 4 de agosto en el Reichstag a favor de los presupuestos de guerra formulados por el Káiser.

Ese día fatídico, el 4 de agosto, también los diputados de la SFIO apoyaron los presupuestos bélicos de su país y pocos días más tarde dos de sus principales dirigentes ingresaron en la “Unión Sagrada”, es decir en el Gabinete de Guerra francés. Los grandes ideales –el pacifismo, el socialismo o la protección de los derechos humanos- son un patrimonio retórico común de las izquierdas pero, en su contraste con la desnuda realidad, pocos de sus acérrimos defensores superan la prueba de fuego.

En verdad, el internacionalismo proletario fue siempre un trampantojo. El siglo XIX, al que puso fin la Primera Guerra (1914-18), fue la época de esplendor del imperialismo y colonialismo europeos. La Primera Guerra estalló fundamentalmente por la disputa, no resuelta por otros medios más humanitarios, relacionada con la conquista de territorios ricos en materias primas y con el acceso a nuevos mercados, cerrados hasta entonces para las potencias centrales, como Alemania. De las ganancias coloniales obtenidas por Inglaterra o Francia participó, aunque desde luego no se trataba de la parte del león, la clase obrera de ambos países.

En verdad, el internacionalismo proletario fue siempre un trampantojo

En el intercambio comercial, desigual y asimétrico del siglo XIX (y de gran parte del siglo XX), Occidente exportaba productos manufacturados y recibía de sus colonias -a las que condenaba al subdesarrollo y a la desindustrialización- buenos retornos a cargo de sus enormes reservas de materias primas. En esta relación de poder, los trabajadores europeos recibían su parte y se lucraban a costa de los miserables productores de Asia y África. Por dicho motivo, cuando la competencia fabril y comercial se agudizó hasta llegar al enfrentamiento armado, los partidos socialistas de cada país se refugiaron en la institución del Estado-nación y renunciaron definitivamente a la idílica alianza universal de clase. Era lo esperado. Lord Palmerston, Primer Ministro del Reino Unido a mediados del XIX, ya había advertido al mundo sobre las inclinaciones de los Estados nacionales: las naciones no tienen amigos ni enemigos, sólo tienen intereses. Por eso y aunque resulte más crudo, también es más honesto hablar de sistema internacional en vez de comunidad internacional.

Los historiadores de la economía no han dedicado a los procesos de descolonización posteriores a la Segunda Guerra Mundial la atención que merecen. Al menos en lo que se refiere a sus efectos trasnacionales. No han analizado bien su proyección de futuro y su fuerza proteica en las transformaciones de la economía mundial. La descolonización ha sido la premisa necesaria para el desarrollo vertiginoso, pasados los años 70, de la globalización y la interconexión de los distintos mercados regionales. ¿Alguien se imagina hoy el espectacular desarrollo tecnológico del moderno Estado de Israel si Palestina hubiera continuado bajo el fideicomiso del Imperio Británico? Hasta la irrupción inesperada de la ola de proteccionismo, populismo y “trumpismo” contemporáneos (derivados de la Gran Recesión iniciada en 2008), la desregulada economía mundial del largo período 1980-2008 tuvo unos protagonistas igualmente inesperados, como los “tigres asiáticos”. El dominio de los mercados dejó de depender, necesariamente, del poder estatal sobre un vasto territorio y una población numerosa.

La descolonización ha sido la premisa necesaria para el desarrollo vertiginoso de la globalización y la interconexión de los mercados regionales

Los años 80 del siglo XX constituyeron la gran oportunidad para algunas economías pequeñas, y hasta entonces pobres, en su empeño de abrir sus puertas a un comercio internacional sin restricciones debido a su “ventaja competitiva” respecto a los factores de oferta. Mediante salarios modestos, impuestos mínimos y otras gangas atrajeron capitales mobiliarios e inversiones empresariales directas que, gracias a los bajos costes de producción, consiguieron ser extraordinariamente rentables. Con ese aporte de capital exterior, los países emergentes colocaron sus mercancías en todos los mercados, a precios mucho más baratos que los que ofrecían sus rivales.

La competitividad de las “maquiladoras” desplazó, fundamentalmente en la industria textil y la automoción, a los productos occidentales. Los sindicatos de los países que habían pertenecido a la primera división económica protestaron alegando la falta de respeto a los derechos humanos y la ausencia de garantías laborales imperantes en las nuevas economías emergentes. Fue una conducta un tanto hipócrita porque, bajo el dominio occidental, los trabajadores del Tercer Mundo eran realmente míseros, mucho más pobres de lo que fueron después de la llegada de los “capitalistas blancos”. Lo que verdaderamente inquietaba a los sindicatos del Primer Mundo eran los efectos perversos que, para ellos, tenía la libre competencia global: despidos masivos, salarios más bajos y, en general, una pérdida de estatus socio-laboral para los trabajadores especializados de las viejas industrias europeas y norteamericanas.

Europa atraviesa un momento delicado y España es uno de los socios más desventajados y con mayores desequilibrios

Desde hace decenios, la prosperidad económica está huyendo hacia Oriente (China, La India, Corea del Sur…). Europa atraviesa un momento delicado y, dentro del continente, España es uno de los socios más desventajados y con mayores desequilibrios, como el déficit, la enorme deuda (especialmente la de las Administraciones Públicas), el desempleo y los bajos salarios. En esta tesitura, España tiene muy poco margen de maniobra, al revés de lo que sucede, por ejemplo, en los países escandinavos, y no puede renunciar a ninguno de sus negocios internacionales, sean grandes o pequeños.

La ministra de Defensa, Margarita Robles, ha tratado de impedir que las 400 bombas que el Gobierno anterior se comprometió a entregar a Arabia Saudí llegaran a su destino. La motivación de Robles era que los hutíes del Yemen, enemigos de la casa de Saúd, estuvieran exentos de los proyectiles reexportados por nuestro país, ya que son de fabricación estadounidense. El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, más pragmático, ha desairado a su ministra y la ha dejado con sus vergüenzas al aire.

No tenía otra opción: la precipitación de Robles ha incendiado la Bahía de Cádiz (una de las zonas más arrasadas por la crisis) y ha puesto al borde de un ataque de nervios a los trabajadores de los astilleros de Navantia. De sus instalaciones van a salir las cinco corbetas encargadas en firme también por Arabia Saudí. Su construcción estaba en peligro por el amago de Robles, malogrando una operación cercana a 2.000 millones de euros y la contratación anual (entre puestos directos e indirectos) de 6.000 trabajadores.

No entiendo que Robles se negara a entregar unas cuantas bombas y no dijera nada sobre las corbetas, que son mucho más eficaces para la agresión militar

En muchas ocasiones los derechos humanos (una rama del ordenamiento internacional a la que los jeques de Arabia suelen convertir en astillas) no son compatibles con los negocios. Es una pena que sin embargo no duele a la hipocresía de los Estados, que ponen una vela a Dios (los tratados y pactos relativos a los derechos humanos, que rara vez respetan) y otra al diablo (los negocios y las entradas de numerario en caja, que, estos sí, resultan sagrados). La decisión de Robles parecía muy humanitaria. Lo que no entiendo del todo es que se negara a entregar a una dictadura tan ominosa como la saudí unas cuantas bombas y no dijera nada sobre las corbetas, que son mucho más eficaces para la agresión militar y la vida y penurias de la población civil.

Aunque es independiente, la señora Robles desempeña su alta magistratura gracias a un partido político que se autoproclama “obrero”. Sin embargo, no creo que esta antigua alumna de las teresianas haya visto un obrero en su vida. Por su parte, Pedro Sánchez, el gran mercader de las bombas, las corbetas y los derechos humanos, se lava las manoplas con mistol, justo como el romano don P.P. Lo que demuestra, una vez más, que la izquierda española suele hacer lo mismo que la derecha para proteger a los apaleados trabajadores españoles y, ya puestos, para cebar sus caladeros electorales. Pero, sin duda, con un respeto muy superior de los derechos humanos de los santos inocentes que pasaban por ahí.