El tiempo con Sánchez ha pasado volando. Sí, como ven, Pedro Sánchez tiene ya chistes malos propios, como Jaimito, un Jaimito primo de Zumosol. Hay presidentes, políticos, que hacen política, que gobiernan o aburren, algunos incluso graciosamente, como Rajoy, con su estilo de árbol con cara de viejo, llovido y quieto. Pero otros son iconos pop. Pedro Sánchez ha sido, sobre todo, nuestro presidente pop, o incluso súper pop, con fenómeno fan, ropa de chicle, avión de Barbie, gafas de Tom Cruise, mujer de vestidor filipino y hasta ministros que parecían mascotas de cajas de cereales, del pirata de chocolate al astronauta con miel. No estábamos preparados para Sánchez, que no vino para gobernar sino para forrar las paredes sentimentales y púberes de la política.

Sánchez llegó a aquella moción de censura con esa buena salud de los resucitados. Había sido un político de sofá de Bertín, de entrevista en calzoncillos de Évole, que decía cosas vagas y acariciantes como un dependiente de zapatería. Pero hasta que no lo depuso Susana y luego superó a Susana no vimos su capacidad, su talento, que no era para la política (tenía un socialismo de popurrí) sino para el tentetieso. El insumergible Sánchez, con su cosa de camarero guapo y de novio de las hijas y de las madres, llegaba a la moción de censura para echar al PP que no era más corrupto que el PSOE de los ERE, pero un parrafito municipal de la justicia lo había hecho el único partido con bandera pirata homologada. Sánchez llegó con su salud de muerto resucitado, decía, para contagiar de esa misma salud post mortem a la política, al país, echar al PP y echar a Rajoy que parecía mantenerse sólo aguantado por las raíces de su barba. Lo que quería Sánchez era no morir más sin sentir el cojín dorado del poder, pero entonces todavía no estábamos seguros.

A Sánchez le hacían publirreportajes corriendo con su perrito por La Moncloa. Lo entrevistaba Ana Blanco con iluminaciones persas. Y luego el avión

La moción de censura Frankenstein amontonó todas las telarañas del Congreso y de la política, indepes y posetarras, podemitas y nacionalistas del árbol y la nuez. Aquella promiscuidad atocinada no hubiera sido tan chocante, tan sospechosa ni tan obscena si Sánchez hubiera convocado elecciones pronto. Pero no eran ésos sus planes. La Moncloa era como el castillo de Pin y Pon. Por ahí empezaban los telediarios y ahí acababan los arcoiris. Sánchez se dio cuenta de que el país lo miraba como a una brújula, como a un faro o como al mago de Oz. Su imagen, su carrera, su futuro político podía empezar en realidad ahora, usando los espejados de La Moncloa para su moreno de esquiador.

Ah, aquel casting de ministros, sus nombramientos retransmitidos como goles. Estrellitas, triunfitos, caritas de naipe mediático o profesional, ministros para hacer Ocean’s eleven, creo que dije yo. El marketing galáctico se ponía en marcha. Se caía Màxim Huerta, el Breve, como de su tendedero de colada telecinquista, pero aquello ya no tenía vuelta atrás. A Sánchez le hacían publirreportajes corriendo con su perrito por los jardines de La Moncloa, como si fuera Rocky Balboa. Lo entrevistaba Ana Blanco con iluminaciones persas. Y luego el avión. Ese Falcon, que uno no sabía ni lo que era un Falcon hasta que lo vimos reflejado en sus gafas achampanadas. Sánchez como un mormón en el Air Force One, como un reclutador del FBI buscando alienígenas, algo así. Cualquier cosa menos Kennedy, que era lo que él pretendía. Y las fotos de sus manos, de su determinación, sexys como la alfarería de Ghost pero sin nadie más, sólo él, la plenitud del autoerotismo. No, Sánchez no iba a convocar elecciones, sino a hacerse un book aprovechando la presidencia. Un book para la próxima presidencia. Para esta campaña que empieza.

Desde La Moncloa, Sánchez podía montar su vida de ciclista melancólico o de James Bond con paellera. Y hacía gestos magnánimos, universales, de redentor de Europa y del nuevo socialismo. Sánchez salvaba a los inmigrantes con sus propias manos de nuez, haciendo del Aquarius un reality. Y citaba a Torra para hablar, que sólo hay algo más varonil que un presidente DJ, y es un presidente DJ dialogante. Sánchez se reunía con Torra en pozos de enamorado y lanzaba besos reventones y miradas gachas a los independentistas en el Congreso. Mientras, preparaba la purga de RTVE, quitando a periodistas y asesinando corbatas como a áspides. O sea, que Sánchez ya sabía que había que ganar a base de símbolos. Las corbatas de los telediarios y, sobre todo, el gran símbolo que quedaba atravesado en España como aquel primer portaaviones nuestro, el viejo Dédalo, desecho americano que sólo estorbaba en la mar o en los muelles. El símbolo supremo de su lucha contra la España presanchista, contra la derecha eterna, era por supuesto Franco, la momia de Franco, sulfatada ya como sus monedas. Así que comenzó la yincana para mudar, para desenterrar, para desvendar, para emparedar a Franco en otro sitio, para convertir el Valle de los Caídos en un Carrefour o un lavadero de coches. Ha sido su gran éxito, esa lucha ideológica centrada en la filatelia.

Viendo que tenía alguna ventaja, ahora que las derechas se visten de torero de derechas, fingió romper con los indepes haciendo que se espantaba por algo que siempre supo

Vencida la derecha, pelando la pava con el independentismo, Sánchez podía seguir haciendo su presidencia instagramer a base de Falcon. En Falcon al concierto de los Killers, en Falcon con señora o con perrito felpudo, en Falcon a la boda de un cuñado (todo un secreto de estado esa boda o las salsas empleadas), en Falcon a un autocine seguramente. Y su señora, primera mujer de presidente con agenda presidencial, con sitio en el ajedrez presidencial, en los viajes, en los costureros y hasta en las oficinas. Begoña Gómez era como la novia de un opositor (ya he contado ese símil) y de repente mandaba a por langostinos, o decoraba la escalerilla de un avión con sus rojos guacamayo, o una cumbre bilateral con omóplatos de cisne. Como era casi una reina, le buscaron trabajo de infanta, de oficina olímpica, de ONU de tetería, en una de esas ONG o fundaciones o agencias que compensan las carencias de África con coctelería y sueldazos a enchufados españoles.

Sánchez fue rematando su perfil pop, entre rey del trap y marquesito rojo, quejándose de que no habían asumido su presidencia y empezando a referirse a él mismo en tercera persona, como Lopera. Mientras, la política era un dejar hacer, en Cataluña donde las horcas amarillas crecían en los árboles, y un no caer todavía, en un Congreso con vías de agua que apenas tapaba la marinería de los ujieres. Mucho decreto, mucha alegoría, mucho cartón de pobre para los pobres. Su Gobierno se ensuciaba con pescado muerto de las cloacas del estado, y hasta la ministra Dolores Delgado bendecía a las putas sonsacadoras y los micrófonos en el bello púbico que preparaba Villarejo. Pero Sánchez se limitaba a decirle a Ana Pastor que “él era el presidente del gobierno”, como el que declara que el Scattergories es suyo.

El largo y retorcido proyecto de presupuestos no salió, claro. Frankenstein podía votar un día para echar a Rajoy, pero dejar a Sánchez más tiempo costaba más caro. Iglesias llegó a reunirse en la cárcel con los presos, para cambiar España por tabaco o por una lima, pero ni así. A pesar de haber oído desde el primer momento cómo Torra y Puigdemont no cejaban en pedir la autodeterminación y repetían lo de “ni un paso atrás” o lo de “o república o república”, Sánchez seguía jugando al diálogo para darle cuerda al reloj. Concedió la figura del relator, con la que Sánchez reconocía a España como un país de caníbales con caldero, pero los indepes querían certezas para aprobarle el presupuesto para la gasolina de otro año. Viendo que tenía alguna ventaja, ahora que las derechas se visten de torero de derechas, fingió romper con los indepes haciendo que se espantaba por algo que siempre supo.

La contraportada de la historia, el brillante remate, ha sido un libro, su libro como de Hannah Montana, esa cosa de Hannah Montana que tuvo Sánchez siempre. Su libro de fan para el presidente pop. La estrella pop que sólo dejó colgajos de su fiesta, váteres atascados, uñas de guapo recortadas y facturas por pagar. Ahora, el inquilino de La Moncloa nos pide que le alquilemos por otra temporada. Vienen con él, claro, el mayordomo con Falcon y sus compañeros de farra del Congreso y del banquillo del Supremo. No sé si hay tantos fans en España para sostener esta fama.