No era Bildu, sino Sánchez. Bildu siempre ha dicho lo mismo, en los pueblos con fiestas de hachas y en los entierros con vino de muerto, en sus periódicos que envolvían al asesinado y en sus ayuntamientos de calavera y boina; han dicho lo mismo con capucha y con camiseta ratonera, bajo las pistolas como candelabros recién soplados y bajo las pancartas con el nombre recién chorreado, en los tiempos en que se mataba y en los que se cuenta que hubo que matar; han dicho lo mismo en tablaíllos como patíbulos y en parlamentos forrados de alegorías y plumas. Bildu, y sus padres, han dicho siempre lo mismo y lo conocemos bien. La diferencia es que luego no salía el presidente del Gobierno con voz y pasitos de geisha, terso como un muslo, tímido como una virgen, suave como un supositorio, a dar las gracias por investirlo y a hablar de soberanía compartida y de trabajar en equipo. El escándalo no era Bildu, que es la vieja bicha del viejo pozo. El escándalo era Pedro Sánchez vestido de raso para la ocasión.

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