Ya somos los padres de nuestros padres, ya nuestros padres se nos mueren como hijos. Se mueren como hijos soldados o como niños de hospital, antes de tiempo, entre órdenes vagas y voces desconocidas, entre madres extrañas que traen y llevan la orina y la comida y el frío de las agujas que se queda en el aire y en las sábanas, como noches marítimas. El padre tiene otra vez el cuerpo del recién nacido, pero con la vergüenza del adulto; la madre tiene otra vez la tripa desnuda y abotonada del bebé, pero llena de lejanos hijos paridos. Tienen ahora los cuerpos morados y temblorosos igual que los hijos que les nacieron, y eso es lo que parecen devolver en mano cuando mueren igual que niños: el molde de los cuerpos que hicieron, de los hijos por cuya supervivencia vuelven a morir, como siempre.

Ya somos padres de nuestros padres y estamos viendo que se nos mueren como hijos robados o ahogados, no porque sea ley natural sino por alguna otra ley del bandidaje o de los naufragios, por protocolos de la guerra o de la economía. En los hospitales se llama triaje, una trilla de la muerte que podemos creer que está pensada para los bombardeos o los terremotos o las películas, cuando sólo queda un serrucho y un médico más de caballos que de hombres, allí en medio del desastre. Pero ya está en nuestros hospitales, que son como trincheras. Uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo y nuestros médicos a veces sólo pueden dejarle al moribundo una Biblia o una enfermera de ojos mentolados que lo vaya llevando a la muerte como a la bañera. O ya ni eso, porque con mascarillas de tela de babucha y bolsas de basura por la cabeza no se pueden acercar. Así que mueren los padres llamando a sus madres, como soldados, y mueren las madres llamando a sus padres, como novias. O mueren en silencio, tapando simplemente como un candil la vida que nos dedicaron. Pero mueren solos, con el techo bajando como una nube; mueren solos entre pitidos que se distancian como sus suspiros, mueren solos ahogándose como peces, sin nadie.

Allí estaban ellos con paisaje de ventana y reloj de cuco con pastillas, cuando los de fuera les trajeron el virus

En los hospitales se llama triaje y en las residencias se llama abandono. En las residencias ya se iba a esperar la muerte como al último compañero de dominó, así que cuando por fin llega tiene hasta su sitio y su bandeja y su color para el parchís. Nadie les hace los test, esos test que vienen o no vienen, que sirven o no sirven, que cuentan regular o cuentan mal, pero que desde luego no les van a llegar a ellos, nuestros padres, nuestros padres hijos, frágiles y ya medio desmontados, como aquellos tristes niños de la polio. Les abandona el sistema como les abandona el sol o les huyen los dientes. Ya sólo son contagio, ya sólo son esponjas para el virus, como un colchón de pulgas. Y quizá lo más cruel es que ellos sólo estaban allí, pasando de un día al siguiente con ruedines. No iban de concierto ni de tapas ni de discoteca. Allí estaban ellos con paisaje de ventana y reloj de cuco con pastillas, cuando los de fuera les trajeron el virus. Ya no irán siquiera al hospital, ya no tendrán la oportunidad de salvarse. Aunque podrán morir con su mantita o su cajita de música, sin más pitido, sólo los últimos ruedines que oyeron a la hora de cambiar las sábanas o de traer la medicina o el zumo.

En la residencia se llama abandono y en casa se llama simplemente soledad. Más soledad que antes, quiero decir, una soledad sin nieto y sin pájaro. A casa tampoco les va a llegar el test. Los teléfonos de emergencia ya no les sirven de nada. Tampoco servían de mucho últimamente, ni a los ancianos ni a los triatletas con síntomas. Tras horas en espera, ya sólo te decían que te quedaras en casa y sudaras la enfermedad igual que el escay. Podías morir en el sofá, con la ruleta de la suerte en la tele, o con el aplauso de las ocho, o con el Resistiré de ese vecino con vacaciones de hamaca en el balcón; podías morir, y de hecho han muerto, sin que Fernando Simón te sacara siquiera en el parte, en sus estadísticas, en su curva larga, enredada y loca como su pelo.

Nuestros padres ya son nuestros hijos, que se van y da igual cuándo, porque siempre se irán demasiado pronto y sin permiso. Son ya nuestros hijos, como bebés raptados por la muerte cuando todavía no toca. Pero a los niños aún les pondrían ataúdes blancos, con ángeles como patitos y tumbas como tartas de cumpleaños. Los de nuestros padres ni los veremos. Ellos irán de la silla a la bolsa o del escay al fuego. Se llama abandono, o soledad, o ciencia, y ninguna de estas crueldades es culpa del virus.

Se nos mueren los hijos que nos parieron, aunque se mueran con entereza de padres, aunque se mueran por nosotros, sin una queja, como siempre. Me conforta que nuestros padres nunca necesitaron aplausos ni grandes adioses. Somos nosotros los que sentimos que se los debemos. Por eso lloramos y nos enfadamos más que ellos, que aun muriendo nos chistan y nos consuelan y nos acunan.