Justo hace tres meses, sólo tres meses, que me crucé con Pablo Iglesias por las escaleras del Congreso, con pasamanos como griferías de oro, y vi sus ojos llorosos, rojos de emoción, penitencia y terciopelo igual que los de un nazareno. Antes que con Sánchez, recién investido por fin tras tanto regatearse y comprarse y venderse él solo, tuve que empezar mi crónica con aquellas lágrimas sinceras, históricas, como andalusíes, de alguien que no perdía su reino, sino que por fin lo ganaba.

Aún no imaginábamos este apocalipsis de plástico y agonía, como esas pesadillas de asfixia, pero sí sabíamos ya que Pedro Sánchez era sólo un contenedor, una vasija rellenable, una especie de botijo de suvenir, puro folclore y pura faja de esparto. Lo importante era con qué se llenaba y con qué se sostenía ese puchero de adorno y ese muñeco de cabezudo coronado. Cuando me crucé con Iglesias supe que sus lágrimas eran reales, que le duraban y dolían y santificaban como un orzuelo de beata, y que esas lágrimas de fe y redención de la izquierda eternamente perdedora iban a ser el relleno de Sánchez. Ahora, no hacen falta. Está el virus.

Podemos cree que el caos ayuda a su revolución, pero el virus ya les ha borrado. Sólo Sánchez resiste

Hace tres meses de la investidura, que se quedan en dos meses de sanchismo de sombra, parra y botijito más un mes de coronavirus. El bicho ha secado el aire de las ciudades y ha desenmascarado al Sánchez de bodegón y de azulejito, que pretendía gobernar a base de serenatas, zalamerías y tópicos del progresismo que son como tópicos del tango. Sánchez necesitaba relleno pero confiaba en disimularlo, como el relleno del torero o de la vedete. O sea, que a esa izquierda que lloraba al verse ya en los ministerios reales de la revolución, con obreros art déco en las fachadas y burocracias de la ortodoxia en sótanos chinos; y también a ese nacionalismo o independentismo de pote y tragaperras, que iba a su negocio; a ambos, decía, podría Sánchez entretenerlos en un mero folclore de revolución y de nacionalismo, como él mismo entretenía al votante español, incluso al verdadero socialdemócrata, en su folclore de tuno. Así que Podemos tuvo ministerios de ladrillo de la Plaza Roja y vicepresidencias caballerescas, y los nacionalistas tuvieron juramentos ante árboles sagrados y promesas de negociación sobre mesas colombinas de oro y mapas.

Al principio, vivíamos en esa tensión entre el Sánchez que sólo quiere gobernar como un asunto de tocador, seguir siendo alguien planchado en un escaño azul, como la ropa de un señorito preparada en el galán de noche, y unos socios que buscan el poder real y la política real. Y uno dudaba si Sánchez engañaría a sus socios con parla, guiños y baratijas, o por el contrario, alguien como él, que está en la Moncloa como en una zapatería, no podría evitar ser devorado por esa gente acostumbrada a ejercer un poder ya señorial, como los nacionalistas, o que lleva toda la historia soñando y practicando para ejercerlo, como los viejos o nuevos comunistas. 

Pasaban cacareos de Puigdemont, y los rosarios de cocos que parece que hace Junqueras, y la heteronormatividad o la colectivización del ano, y la gente racializada o no racializada como en barracones de plantación; pasaban Carmen Calvo enfrentada contra la RAE como contra Cyrano, y leyes y marejadas del sexo convexo como polémicas sobre letras de Mecano, y penachos de la Monarquía, y en general todo parecía muy folclórico, o sea que podría ir ganando Sánchez. Pero también se cambiaba el Código Penal ad hoc, el independentismo tenía esperanzas y planes ciertos, y el podemismo iba imponiendo su guerra cultural convirtiendo ideología en ortodoxia institucional. O sea, que quizá iban ganando los socios de Sánchez.

Entonces llegó el virus, un enemigo que Sánchez no podía camelar con sonajeros ni morritos. De ahí la sorpresa, los primeros tartamudeos y todo el tiempo perdido. Sánchez y Redondo pensaron lento y pensaron ideológicamente. Ellos no eran de ciencia, sino de teatro. Luego, todo fue a contrapié. Y cuando se acumularon negligencias y errores en el control de la epidemia y en la provisión de material, sólo pudieron recurrir a lo de siempre: no se puede camelar al virus, pero sí a la gente. Así que los aplausos y los geranios y la adhesión al Gobierno son lo que combate la plaga. El estado de alarma, con esas autoridades toreras, anulaba a sus socios. Y Sánchez volvía a lo suyo: el relato, la serenata y la frase de azulejo, esta vez contra el virus. 

La tensión de Sánchez no fue tanto con sus socios sino con la realidad. Ésa ha sido siempre su verdadera pelea. Los indepes ahora no existen, y Podemos ya se siente agradecido diciendo lo del “escudo social” al lado de un coronel. Sánchez siempre combatió la realidad y la realidad ahora es el virus. Y la está combatiendo, claro, con folclore, con poetas de aljibe y saetas de balcón. Podemos cree que el caos ayuda a su revolución, pero el virus ya les ha borrado. Sólo Sánchez resiste. Sin embargo, las utopías de alpargata de Podemos y la mitología nacionalista son más fáciles de reducir al folclore que un virus que nos mata y nos arruina sin simbolismos, a bocados de carne. Sánchez puede rellenarse con casi todo, lágrimas de Lenin, sangre nacionalista y vinotecas progres. Que pueda rellenarse también con esta calamidad del virus es lo que yo ya no me creo. Tres meses tuvo Sánchez, tres meses de Gobierno de folclore y sombrajo. Yo ya no le doy mucho más en esta España que se va a quedar seca.